Una corriente arrasadora
text and photos by Kevin Vaughn
traducido por Bruno Romero
Esta nota es parte de una colaboración con POSCO, un emprendimiento argentino que produce zapatos de cuero hechos a mano con curtido vegetal. Una vez al mes, MATAMBRE x POSCO será una historia inspirado por caminar por el placer de descubrir.
Al girar en la esquina de la Avenida Callao a Corrientes, siento que me agarra una corriente arrasadora. El tráfico se congestiona, los pasos se aceleran y se vuelve difícil mantener los pies pegados al piso por más de unos pocos segundos. En 2008, cuando pensaba sobre diferentes programas de intercambio, elegí Buenos Aires pensando que tenía playa. Irónicamente, las dos ciudades que rechacé (Lima y Barcelona) sí tienen playas. Buenos Aires, estructuralmente, le da la espalda al río. El aeropuerto y el asfalto ocuparon la costa norte, un viejo puerto se adueñó del sur, y por si fuera poco, Puerto Madero construyó rascacielos para robar la brisa. Pero después está Corrientes, triunfante, emergiendo desde el viejo puerto, un río porteño que se abre paso en medio de la ciudad.
En un ensayo de 1928 titulado "El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche" para "Aguafuertes porteñas", la columna de Roberto Arlt en el diario El Mundo, inicia un argumento recurrente de que la calle Corrientes es la verdadera calle porteña, la única calle de la ciudad con alma. Arlt recorre cuarenta cuadras, dejándose llevar por sus caudales. Empieza en Almagro, donde hay un número inusual de tiendas de queso y locales que venden ventiladores eléctricos. Pasa con prisa por el "vulgar" Abasto de la clase trabajadora, donde las mujeres atienden puestos que venden de todo mientras sus hombres buscan ganarse la vida en la calle. Atraviesa el barrio turco y judío de Once, "la apoteosis de Israel", un mundo autosuficiente de cafés judíos, teatros judíos y restaurantes judíos. Y finalmente llega a la Avenida Callao, donde comienza la verdadera Corrientes, "la calle que se ama a sí misma, que realmente se ama a sí misma. La calle que es un placer recorrer de punta a punta porque es la calle del vagabundeo, del ocio, de la escapada, de la alegría, del placer". Son estas aproximadamente diez cuadras las que, según Arlt, tienen un espíritu inmutable, sin importar cuánto cambie en su fachada.
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Me pregunto qué queda aún del espíritu que conocía Arlt, qué no cambió después de que la calle se ensanchara y se convirtiera en avenida, cuando antes era el epicentro del consumo cultural. Hay una entrevista con el legendario bartender Rodolfo San en la crónica mundial de bares de Martín Auzmendi, "Cócteles en el camino". San empezó a trabajar en la Confitería Real en Corrientes y Talcahuano, siendo adolescente en la década de 1930. Retrata todo un abanico de escritores, dramaturgos, compositores, directores de cine y tangueros que trabajaban entre cafés y cócteles. Y se reunió con Evita, quien le consultó sobre la creación de un sindicato para los trabajadores de bares con el fin de mejorar las condiciones laborales. Clase trabajadora, clase alta, bohemios, jet set, personas de vidas contrastantes, todos estaban ahí.
No creo que sea una coincidencia que Corrientes atraviese el centro de la ciudad, uniendo el lado sur, de clase trabajadora, con el norte adinerado. Es el único espacio cultural verdaderamente democrático en Buenos Aires. Todo se mezcla. Desde lo más sofisticado o convencional. Hace unas semanas, fui a ver la película "Sanjuro" en el décimo piso del cine del San Martín. No logré abrir con discreción una bolsa de gusanitos ácidos, lo que me provocó un ataque de risa nerviosa en una pelí notablemente silenciosa. La noche siguiente, vi a Moria Casán actuando en "Brujas" en un teatro lleno de risas, aplausos y el crujir de bolsas de plástico. Casán misma se comía caramelos entre líneas.
Al igual que Arlt, San y Evita, me gusta pasear por el distrito teatral (stop trying to make “Theater District” happen) de Corrientes porque me hace sentir que también pertenezco a esta ciudad. Tengo un mapa mental de librerías, restaurantes, cines y teatros donde siento que formo parte de la porteñidad. Soy rápido en descartar nuevos lugares construidos con turistas en mente. Espacios que imitan la estética de la calle pero brillan por su falta de carácter. Un lugar de pollo frito con un cartel gigante, una copia tenue de una cadena norteamericana llamada Tucson. Me pregunto cuánto va a durar Sbarro en la misma avenida que alberga las pizzerías más históricas de la ciudad. Me cuesta entender a su vecino inmediato, Puny, con carteles contrastantes que dicen "trattoria" y "grill". Y lamento la decadencia de la pizza de Güerrín a pesar de su expansión en todas direcciones: en la calle, otro piso arriba, un patio al aire libre en medio de la cuadra, una sala trasera. A esta altura no me sorprendería que abrieran un comedor en el sótano con vista a las vías del subte.
Me refugio en la Librería Lucas y rebusco entre los libros cerca de la caja para escuchar a los habituales charlando con los dependientes, asintiendo con desaprobación o apoyo a los debates que surgen, como si un joven escritor puede llamarse escritor sin haber leído la Ilíada. Me gusta inaugurar mi libro no Ilíada en la Pasta Frola con unos sanguches de miga o una tartaleta de coco. En el Lorca, acepto el riesgo de descontracturar el cuello para ver cine independiente y en el Teatro Metropolitano y en el CC de la Cooperación, todavía no he visto una obra de teatro que no me guste. Este año, la mitad de lo que vi fueron obras unipersonales, porque esta es una ciudad llena de personas que, ante todo, tienen la necesidad de expresarse.
Me encanta cómo la gente se toma el tiempo para participar del ritual de los espectáculos, la atemporalidad de sentarse en un teatro oscuro para ver y contemplar como si fuera lo único que importara en el mundo. Me encanta cómo esa santidad se derrama en las calles y en los bares y restaurantes, donde lo que sea que hayas ido a ver se debate durante la cena. Y los mejores restaurantes para hacerlo son aquellos en los que nadie está obsesionado con lo nuevo, a menudo escondidos en las calles tranquilas que chocan con la avenida. En Pippo, siempre pido vermicelli con tuco y pesto. Sale de la cocina en 45 segundos porque saben que todos vienen por lo mismo. En Edelweiss, le pido al maître d' que me siente en la sección de Juan, preferentemente en una cabina. Los limoncellos de jerez y crema que marcan el principio y el final de la comida suelen ser tan fuertes que tranquilamente se los podría usar de quitaesmalte. Entre medio, aunque sea un restaurante alemán (con un plato de codillo y mostaza casera fantástico), a menudo me pido una milanesa a la fugazetta, escalopes o sorrentinos con salsa scarparo.
En “La Americana” (la original, frente al Congreso), examino detenidamente la lista de panes, tortas y leches. Hay leche tibia, leche fría y leche con crema. Me intriga esta última opción, pero no lo suficiente como para pedirla en serio. Me pregunto quién se anima. Cuando vuelva el invierno, capaz me pida un tortón (pan con chicharrón) y té con leche. No suelo pedir pizza, prefiero las empanadas. Me gusta la criolla, una jugosa empanada de carne con una masa firme y tostada, y el pastel de choclo, una masa de hojaldre rellena de choclo cremoso. Dicen que una buena masa de hojaldre se mide por las capas que caen a la mesa, y ésta llena el plato de migas crocantes.
El 21 de septiembre a las 9:35 p.m., escribí en mi diario:
El comedor está ruidoso. El hombre al lado mío se suena la nariz. Usa varios pañuelos porque son finitos como papel de seda. Los platos vibran. Los vasos se estrellan en las mesas, los cubiertos chocan (cuando se secan y se tiran al montón con sus hermanos) y hacen eco (cuando hacen contacto con un plato). La gente grita: el camarero vuelve a gritar mi pedido, la mesa enfrente mío grita la cuenta (¡$3200 cada uno sin propina!), en algún lugar una mujer grita de risa. Los lavaplatos emiten un sonido hueco de bandejas de pizza metálicas vaciándose en la bacha, y un joven mozo con la cabeza brillante arrastra los pies pesadamente cada vez que pasa atrás mío: swish, swish, swish, ¡Levantar la mesa 22! —swish, swish, swish. Mi copa de vino está llena hasta el borde y sabe a uvas agrias. Una mesa de ocho nenes se sienta al lado mío. Los papás están en otra mesa, visiblemente emocionados por tener su espacio aparte. La líder, una nena con sombreado rosa en los ojos, hace una declaración dictando el pedido de la mesa. “Quiero el combo con dos empanadas y una coca porque”, y levanta la mano dramáticamente, “no me gusta la pizza”. Su mamá, pelo negro con largos mechones blancos cortados por encima de los hombros, gestiona el pedido en la mesa de los adultos: “No compliquemos las cosas. Es más fácil pedir unas muzzas y birra”.
Todo esto me hace acordar a una entrevista de Charly García donde habla de componer música: "Se supone que el arte es más grande que la vida. Es una representación [de la vida], o sea que uno se permite ciertas cosas". El arte te permite torcer las leyes de la naturaleza, convirtiendo tus ideas en algo más grande de lo que la realidad nos permite. Estoy de acuerdo, pero pienso que este pequeño tramo de manzanas de la ciudad es una excepción. Cuadra tras cuadra de escenarios y pantallas. Cuadra tras cuadra de librerías, cafés, pizzerías y restaurantes que son extensiones del escenario. Si apenas te tomas un momento para observar y contemplar como si fuera lo único que importara en el mundo, todos somos extras unos de otros. No sé qué depara el futuro para la calle Corrientes, pero estoy seguro de que esto no va a cambiar nunca.
Aprende más sobre la calle Corrientes
“Foto Estudio Luisita” de Sol Miraglia y Hugo Manso, en Mubi
“Buenos Aires’ Singular Cocktail Culture Has Its Very Own Golden Age to Thank” por Kevin Vaughn, en Punch
“Aguafuertes porteñas” de Roberto Arlt