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El turrón lleva yemas de huevo, azúcar y, dependiendo del compromiso que le dediques a tu postre, un día completo tachado en el calendario. Turrón significa diferentes cosas para diferentes culturas en toda América Latina. En Argentina, tu idea de la confección suele denotar tu lugar de origen. En Buenos Aires, la repentina aparición de una barra de dulce de azúcar duro y maní en los quioscos significa que la Navidad está a la vuelta de la esquina. Al noroeste en Salta y Tucumán, se pueden encontrar en mercados y puestos callejeros en forma de alfajor, del tamaño de una pelota de tenis, dos delgadas galletitas con una dulce pasta espesa de relleno. Ambas versiones tienen un sabor artificial, infantil. Cuando recibí el llamado del jefe de turismo de Belén, un pequeño pueblo rodeado de cerros aterciopelados en la provincia de Catamarca, para informarme que una mujer me esperaba para mostrarme cómo hacerlo, no me quedé particularmente emocionado.
Llegué a la casa de Rosa Palavecino y Mario Herrera y me sorprendió verlos hacer turrones a la antigua, batiendo a mano yemas de huevo, azúcar y un almíbar de uva casero. No hay una máquina que pueda batir todo con la consistencia adecuada, o por lo menos eso es lo que dice Mario, por lo que él y Rosa se turnan para batir durante cuatro horas completas, cinco minutos con Mario, cinco minutos con Rosa, y así ida y vuelta, una y otra vez. Los cinco minutos de descanso no son realmente descanso; tienen que prestar atención constante al calor de la olla de cobre. Si se calienta de más, el fondo se puede quemar; si dejan de moverse por mucho tiempo, las yemas se pueden romper. Cada minuto que pasa, el riesgo de que todo se desmorone crece más y más.
Este trabajo solía tomar ocho horas de sudor y sangre sobre un fuego de leña. Los jefes les daban a los trabajadores domésticos desayuno, almuerzo, merienda y cena, y los niños no estaban permitidos porque (me encanta esta superstición) traen mala suerte y rompen la crema. Rosa y Mario comienzan a prepararse alrededor del mediodía y terminan a las 11 p. m. Después de hacer el turrón, Rosa lo mete entre dos galletitas de manteca y espolvorea un merengue italiano a mano, literalmente, con un guante y los dedos, para asegurarse de que la capa quede uniforme.
Rosa y Mario están jubilados. Cuando Palavecino dejó de dar clases, empezó a dedicar más tiempo a su repostería. El dúo vende mayoritariamente por diversión, o en el caso del turrón, guiados por el deseo de que la receta no desaparezca. Las fábricas industrializadas y los panaderos independientes también hacen turrones, y es fácil identificarlos. “Esos solo se baten por una hora con una batidora eléctrica'', dice Rosa con disgusto.
Sus turrones son desiguales y delicados, como pequeños copos de nieve azucarados, cada uno único pero de sabor uniforme. Con un centro manso que se disuelve lentamente en el paladar, formando una capa de dulzura que se envuelve alrededor de la lengua. Me regaló una docena. Me comí la mitad en las últimas tres semanas. Como uno a la vez, saboreando cada bocado. Se graban en la memoria de mi paladar lo suficiente como para poder esperar unos días hasta comer otro.
Iba caminando de vuelta al hotel y me encontré con Doña Tonita, una cocinera a la que había entrevistado el día anterior. “¡Estuve recién con Rosa y Mario haciendo turrón!”. Me interrumpió (¡¿qué?!) dispuesta a dejar todo y correr para asegurarse su parte. Se le cayó la esperanza cuando le expliqué que eran para los quince de su nieta.
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A menudo pienso en lo buena que puede ser la comida cuando el tiempo no es un lujo, cuando se satisfacen las necesidades del fabricante y se compensa su dedicación a la artesanía. ¿Pagaríamos más por un producto que no podemos encontrar en abundancia? ¿Por comida que no siempre está disponible? Por un sabor que es especial porque, como los turrones torcidos de Rosa, representan a un creador individual, tanto creativa como económicamente. ¿Qué pasa con los trabajadores cuando se industrializa nuestra comida? ¿Cuando la disponibilidad de la abundancia es todo lo que nos importa? ¿Quién se beneficia de eso? ¿Y qué ganamos nosotros, como consumidores, al tener un suministro constante de lo mismo?
Después de reunirme con Rosa, le comenté a una amiga mi sorpresa por el trabajo que implicaba y la alegría que le producía. “A algunas personas les gusta trabajar como sirvientes”, respondió en tono de broma. ¿No es todo lo contrario, pensé para mis adentros, que ella decidiera dedicar su tiempo a este postre? ¿No es el obrero haciendo turrones en la línea de fábrica el que trabaja como un sirviente? ¿Será casualidad que el sabor final de ambos sea incomparable?
Me encontré con Rosa y Mario en la mitad de mi viaje, que ahora llega a su fin después de seis semanas de recorrido por tres provincias del Noroeste Argentino. La misma conversación se repite una y otra vez. Argentina está perdiendo recetas porque no hay tiempo para hacerlas.
Me reuní con la cocinera Olga Balderrama en Santa María, Catamarca, quien se hizo cargo de su rancho familiar. “Cuando era niña y mis abuelos vivían acá”, me dijo, “cosechaban, cocinaban y comían. Todos los días, la vida giraba en torno a lo que comían”. Sus abuelos eran casi completamente autosuficientes y lo que no podían hacer ellos mismos, lo truequeaban. Lo único que compraron fue yerba mate, que sólo crece en el extremo nororiental, y café, de importación.
En Amaicha del Valle, Tucumán, me reuní con Horacio Díaz, el cacique del pueblo y presidente de una cooperativa de bodegueros indígenas. “Este sommelier de Estados Unidos vino y estaba enamorado del pueblo, porque la vida es más sencilla y la gente vive de la tierra”, explicó. “Mi tía se molestó un poco. Para los extraños, esta vida es romántica, pero para nosotros, es mucho trabajo duro todos los días”.
A lo largo de este viaje, escuché aparecer otro tema de conversación con frecuencia: nadie quiere trabajar. Escucho decir esto principalmente a hombres y personas blancas, y es, obviamente, falso. Ese pensamiento se filtra por la experiencia argentina, donde las oportunidades laborales (en la gran mayoría de los casos) están sujetos a jerarquías de clase racializadas. Se espera que las mujeres morochas de clase baja sean las guardianas de la tradición culinaria ancestral en ausencia total de un sistema de apoyo. El valor cada vez menor de su trabajo, trabajo que alguna vez fue la columna vertebral de un intrincado estilo de vida comunal que hoy en día apenas existe, y las cambiantes necesidades económicas del hogar promedio no dejan otra opción que abandonar la agricultura ancestral y los platos que surgen de esas cosechas. Para rescatar comidas históricas, tenemos que repensar el futuro del trabajo.
“La vida no era fácil, pero sí era mucho más simple”, dijo Doña Tonita. “Hace cincuenta años andabas por Belén y cada casa era un pequeño negocio. Lo que no hacías vos mismo, lo intercambiabas o apoyabas el negocio de tu vecino. Un granjero, un tejedor, una costurera, un zapatero, un panadero. Todo eso desapareció. Ahora, tener hijos es más caro, necesitamos un celular, internet, cable, computadora, todas estas cosas nuevas que son geniales pero el valor de nuestro trabajo no se modernizó junto con el costo de la vida moderna. La mayoría de las personas se ven obligadas a convertirse en empleados o escapar a algún trabajo de fábrica en la ciudad”.
En el pueblo montañero de La Puerta, metido 50 kilómetros por un camino de tierra ventoso, me encontré con Doña Matilde, que todavía vive casi por completo de su tierra. Agarró un puñado de capia seca, un maíz blanco originario del noroeste de Argentina, y lo esparció sobre una muela de molino construida en la cocina. Las muelas de molino comunales solían encontrarse en el centro de la ciudad, pero ahora los pocos cocineros caseros que siguen usándolas las instalaron en sus propias casas. Molió el maíz con una piedra larga y redondeada, y en cinco minutos teníamos frangollo, una harina con trozos de maíz del tamaño de un grano de quinua. Lo añadimos a una olla de cerámica con agua hirviendo, con un poco de sal y trozos de cabrito sobrantes, y en 20 minutos teníamos sopa, o tulpo, cubierto con cabezas de cebolla de verdeo fresca y orégano.
Este es un desayuno común, aunque la mayoría de las personas ya no muelen el frangollo personalmente. “Hago frangollo solo de esta manera”, explica Matilde. “Las cosas que compro hechas simplemente no son tan ricas”.
Comí sopas bien sabrosas con frangollo comprado de tienda, una combinación con la que estoy dispuesto a conformarme, pero nada como esto. Salado como palomitas de maíz frescas, ligeramente dulce, el caldo se había espesado casi como una salsa, la cebolla de verdeo y el orégano agregaron una acidez bienvenida. Comí tres porciones. Probablemente vaya a ser la primera y única vez que pruebe ese sabor.