En favor de más mote

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traducción por Bruno Romero

 

Tengo una tos desde principios de junio. Empezó la semana de mi cumpleaños, me sacó la voz y me arruinó la fiesta, y no paró ahí: despertarme con la garganta hinchada y rasposa es el hit de este invierno. Me llené el cuerpo de té verde y limón, me bajé bolsas enteras de propóleo (¡que escasearon por un rato!), y cuando ninguno de los dos me sirvió, pastillas. Nada dura. Cuando creo que ya lo exorcicé de mi cuerpo, tos tos.

Esta semana llegué a Catamarca, una provincia que se extiende sobre las montañas y valles de la región de los Andes del norte de Argentina. Nunca llegué a sacar la licencia, por lo que dependo de la generosidad del sistema de transporte público, cuya única generosidad es su precio. El sábado pasé cuatro horas y media en un colectivo de dos pisos, subiendo sierras que se perdían en la distancia hasta donde me alcanzaba la vista. La angosta ruta zigzagueaba a través del paisaje, exigiendo que el autobús avanzara a paso de hombre, adormeciendo a la mayoría de los pasajeros, y por tanto, haciéndome hiperconsciente de lo mucho que tosía. La mujer en frente mío también se daba cuenta: cada tos era su recordatorio para volver a subirse el barbijo por sobre la nariz.

Cuando llegué a Belén, un pequeño pueblo rodeado de sierras de color verde cocodrilo, que se vuelven amarillas y violetas cuando el sol se pone atrás de ellas, me recibió Luisa Brizuela y su marido Juan. “Tengo algo para tu tos”, dijo Luisa mientras levantábamos la mesa en su patio delantero. “Juan hace el mejor arrope de chañar en todo el pueblo”.

El chañar es un árbol que crece en los bosques cálidos que se extienden por la mitad norte de Argentina. En Belén abundan. Se pueden ver entre las palmeras con sus troncos encorvados y estallidos de amarillo entre hojas de color verde pálido. Pero no pude encontrar las frutas en el suelo. “Todo lo que no se cocina se lo comen los bichos”, me dijo Juan. Las frutas son ricas en azúcares naturales y se hierven en agua hasta que se forma un líquido espeso parecido al caramelo. Las tribus indígenas lo usaban como antiinflamatorio; los lugareños, descendientes mixtos de nativos diaguitas, africanos y españoles, lo siguen usando para la tos y el dolor de garganta, aunque también se usa para preparar postres. La comida como medicina, y también como placer.

“Una universidad estudió las propiedades medicinales del chañar y confirmó lo que ya sabíamos”, explicó Luisa.

Luisa me indicó que vertiera un poco en una cuchara y lo tragara. Sabe a miel y chocolate con un toque de humo de nogal y sal. El arrope se vende en comercios de todo Belén, aunque muchos hogares lo hacen por su cuenta. Compré uno que fue “preparado y envasado por Doña Sonia Monroy de Jiménez de Andalgala, Catamarca. Ingredientes: chañar”. Todas las mañanas, tomo una cucharada y siento cómo se me afloja la garganta. Nunca hubiera sabido esto si fuera otro tipo de viajero; si no dejara que los lugareños guiaran mi viaje.

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Mucha gente dice que Argentina es un montón de países en uno: la Patagonia, las Pampas, el Cuyo, el Noroeste Argentino (o NOA), el Nordeste Argentino (o NEA), y por supuesto, la ciudad de Buenos Aires y el conurbano, los dos de por sí con sus propios microuniversos. Es fácil viajar en Argentina, no logísticamente, obvio, para viajar bien hace falta un auto y plata. Argentina es uniforme, al menos en la comida, que es para lo que viajo. Esta semana estuve entrevistando a mujeres expertas en mote, un guiso del maíz del mismo nombre y carne. Les pregunto a cada una sobre sus comidas favoritas. Una respuesta común es ñoquis con estofado. La respuesta no me sorprende. No importa en qué parte del país esté, siempre puedo contar con encontrar asado, milanesa, pizza o un plato de pasta y, más recientemente, hamburguesas. Me imagino que debe ser reconfortante para cierto tipo de viajero. La otra noche cené en un restaurante que daba a la plaza central. Una familia de cuatro con acento porteño se sentó en la mesa al lado mío y todos pidieron exactamente el mismo plato: lomo con papas fritas. La mesa de al lado estaba llena de lasaña y canelones. Esto no lo digo en contra de los fideos o la milanesa: a cada uno le puede gustar lo que quiera. Es la ubicuidad del primero lo que me aburre; su postura como el tipo de comida más aceptable, más sofisticada, más argentina.

Pienso mucho en lo que significa ser de un lugar. Probablemente porque mi "lugar" siempre está a la vista. Dependiendo de mi energía para invertir en la mecánica de mi acento, la gente asume que soy de alguna provincia menos conocida (¿San Luis? ¿Chubut?) o adivina francés o alemán. Que sea un gringo de los Estados Unidos siempre se recibe con sorpresa. "¡California!" me gritan y empiezo a definir el lugar donde nací. Está la realidad y mi relato de ella: es imposible abarcar un lugar en unas pocas palabras, así que tengo que elegir las mías con cuidado. Crecí en un pueblo rural pero estudié junto a la playa, la comida y la gente son diversas, la plata que se gasta en la vivienda es insostenible.

Mi origen también condiciona cómo me guían en mis viajes, las historias que la gente cree que me interesaría escuchar, las que dejan afuera. Constantemente me pregunto: ¿cuál es la realidad y cuál el relato?

Cuando Street Food de Netflix llegó a Argentina, tenían un país lleno de comidas callejeras para elegir. Las comidas más memorables que tuve en todos mis viajes por el norte fueron en una mesa en el patio de una casa privada: cuando los clientes se van, las migas se barren y la familia se sienta a recuperar su mesa. Estos lugares son difíciles de encontrar para los extranjeros, lejos del microcentro y nunca en los folletos que reparten en la oficina de turismo. Los productores eligieron una tortilla española, haciendo todo lo posible para que un plato que se sirve exclusivamente en bares y restaurantes se sienta "callejero". Las mujeres de la 3 capitalizaron ese posicionamiento (bueh todo bien) pero ¿por qué esa visibilidad nunca se extiende a otros lugares?

Llevo mi cámara conmigo a todas partes y la gente siempre me mira. Si no miran directamente mientras estoy de pie sobre mi plato, se miran de reojo entre sí. A veces a alguien se le escapa una risita. Odio eso, obviamente, pero supongo que el observador constante debe entender cómo se siente ser observado. Entiendo las miradas. Lina Segovia estuvo 28 años cocinando mote y jigote en una estufa de leña en su patio de atrás. Empezó, como muchas mujeres en Belén, cocinando la comida que veía preparar otros mujeres para una recaudación de fondos, para comprar uniformes de la escuela primaria. A la gente le gusta su comida y por eso decidió convertirla en un negocio. Todos los viernes a las 4 de la tarde, su hermana y su nuera empiezan a hervir maíz, porotos y osobuco, antes de amasar y hacer ‘la pasta’ (así se dicen ‘relleno’ en estos pagos) para las empanadas. El fuego se mantiene hasta pasados de la medianoche. A las 6 de la mañana del otro día, rellenan los discos de las empanadas (todos hecho a mano, obvio) y hacen jigote, un especie de lasaña de papas y carne que alguna vez se compartió entre los vecinos después de la cosecha comunitaria. “No soy cocinera. Nunca estudié ni trabajé en un restaurante.” Ahora era yo quien la miraba a ella, estupefacto. Para ella, esta comida es ordinaria, en otra esfera de lo que se sirve en un restaurante o a lo que se le da un primer plano en la tele internacional: ¿por qué dejamos que eso se convirtiera en la definición de cultura gastronómica?

Creo que es todo lo contrario. No hay nada extraordinario en una tortilla española o una milanesa. Claro, identifican a una nación, pero no son especiales. ¿Qué puede ser más común que un plato que todo el país sabe cómo preparar? Son los alimentos que son de un lugar específico, que saben a la tierra de la que provienen, los que tienen un valor real. Los orígenes del mote preceden al colonialismo. Sus dos ingredientes principales, maíz y porotos, son los ingredientes distintivos en las Américas. Argentina es una nación que, junto a Estados Unidos, es uno de los mayores ejemplos de la cultura precolombina siendo borrada. El mote que se cocina en el hogar y se vende a la comunidad, en un intercambio circular que mantiene a flote muchos hogares, es bastante extraordinario. Estas historias merecen la primera plana.

Aún no he vendido una nota de este viaje. A la hora de proponer una, los editores inevitablemente preguntan: ¿por qué ahora? Ósea por qué va a querer consumir este relato un lector. Pienso que esta pregunta va en contra de la noción de la escritura, que para mí tiene menos que ver con el consumo y más con la documentación. Si no es ahora, entonces ¿cuándo?

 

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imagen principal: la cocina de Doña Lina; Bélen, Catamarca, AR

arriba: el mote de Doña Molina’s en la fiesta de San Roque; San José, Catamarca, AR