Una madrugada con los chicos de Ocho Seis: o cómo no perderse en el Mercado Central

text and photos by Kevin Vaughn

traducido por Bruno Romero

Esta nota es parte de una colaboración mensual con POSCO, un emprendimiento argentino que produce zapatos de cuero hechos a mano con curtido vegetal. Una vez al mes, MATAMBRE x POSCO será una historia inspirado por caminar por el placer de descubrir.

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El mejor momento para llegar al Mercado Central de Buenos Aires es alrededor de las 3 de la mañana, cuando el único resplandor en el cielo proviene de las luces distantes de la ciudad. Llego puntual a las 3:30 siguiendo las instrucciones de Pablo Savio y Facundo Kreiman, a quienes me estoy uniendo en su recorrido semanal por el mercado. Pablo y Facundo son dos cocineros que proveen productos para otros cocineros bajo el nombre de Ocho Seis , una expresión de la cocina que se usa cuando un plato se agota. Nos acompaña Juan Carlos Ortíz, maestro pizzero y cliente de Ocho Seis, quien está en busca de habaneros, espinacas y naranjas sanguinas, y al igual que yo, quiere ver lo que ven Pablo y Facundo.

Tan pronto como salimos de la noche azul índigo y entramos al mercado, las luces fluorescentes impactan mis pupilas como si me hubieran despertado de golpe, con la sensación de que me estoy cayendo de la cama. Las cajas de madera chocan entre sí con golpes y gritos, los vendedores encienden puchos y el sonido de las conversaciones entre sorbos de mate resuena en todo el pabellón.

"Tené cuidado que no te atropellen", dice Pablo por encima de su hombro, señalando a todos los hombres que corren por los pasillos con carritos. Son las células sanguíneas del mercado, encargados de buscar las compras de los clientes de diferentes puestos y llevarlas a los palos a los camiones de entrega. Solo te avisan con un chiflido como advertencia de que están atrás tuyo. "Todavía no me han chocado", comenta Pablo. "Todavía".

Esta es mi tercera visita al Mercado Central, que es tan denso como una ciudad. Y, como cualquier buena ciudad, es poco hospitalario para con los forasteros. Tiene su propio léxico, un lenguaje común, un ritmo y conjunto de reglas. Las personas que lo consideran su hogar tienen una franqueza directa que se apodera de ellos cuando cada día es ruidoso, rápido y abarrotado. Y para un transeúnte como yo, este mundo es indiferente a mi presencia fugaz.

Pablo y Facundo se mueven a través de todo esto como taxistas de oficio. Conocen los atajos y los callejones sin salida. En un mar uniforme de tubérculos  y lechuga, saben quién vende las hierbas raras, quién tiene el mejor cayote y qué vendedores tienen las papas indicadas para la mejor papa frita. Y cuando la noche llega a su fin, nos llevan al mejor lugar para comer a las 5 am. Es un bowl de sopa caliente de carne y chuño con una buena porción de salsa roja picante servida de ollas de tamaño industrial en un parche de asfalto afuera del pabellón número 8.

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Hay una película de 1955 que se llama "Mercado de Abasto". Es sobre un triángulo amoroso que estalla en el telón de fondo del Mercado Central original de Buenos Aires. La película está protagonizada por la famosa actriz, cantante de tango y vedette Tita Merello, quien en ese momento era una fuerza tan potente que su nombre es el primer crédito de apertura que aparece. Suena fuerte una orquesta mientras ella aparta una fila de gallinas colgadas en ganchos como si fuera una cortina de teatro. Mete la cabeza entre las carcasas y pregunta "¿Qué pasa?" a alguien fuera de plano con las cejas fruncidas y una sonrisa sardónica. Recién ahí aparece la fachada del mercado y el título de la pelí. La cámara muestra a los clientes habituales caminando en pasillos iluminados por vitrales arqueados de estilo Deco.

El Abasto fue construido en la década de 1930 como parte de un proyecto para satisfacer la creciente necesidad de mercados porteños. Sobrevivió poco menos de cincuenta años, cuando en 1984 fue abandonado y trasladado al otro lado de la General Paz. El Mercado de Abasto es ahora el Abasto Shopping, cambiando las gallinas por zapatillas Adidas y televisores 4K. Hoy en día, el mejor lugar para apreciar el diseño original del arquitecto Viktor Sulcic, una imponente mezcla de Art Deco y Brutalismo marcada por atrios de varios niveles y techos de vidrio y hormigón ondulantes, es desde una mesa de melamina al lado de un McDonald's. Todavía es, en parte, un mercado de alimentos, aunque la grotesca imagen de pollos recién desplumados colgando de ganchos se reemplazaron por McNuggets empaquetaditos y listos para ordenar.

En 1979, cuando el mercado estaba en plena construcción, el ministro de Bienestar Social, el contraalmirante Jorge Alberto Fraga, ofreció un recorrido televisado: "Es una obra sumamente importante. Tal vez de las más importantes del mundo. Va a posibilitar una mejor comercialización y un mejor acceso a la población, a precios más económicos, evitando ciertos niveles de intermediación. Entiendo que realmente es un progreso muy grande que el país logra a través de esta obra". Al caminar por doce pabellones de cemento y metal corrugado que se asemejan más a graneros industriales que a un mercado, no siento la misma admiración que por el Abasto. Esta obra de las más importantes del mundo es histérica, indulgente, aunque no sorprende viniendo de un ministro que representaba a una junta militar. Pero la pregunta es, ¿trajo un mejor comercio y acceso a precios justos? Mi propia respuesta es NO en mayúsculas.

A pesar de que la capital no es el centro del país, un mercado gigante en un parque industrial, prácticamente inaccesible sin auto, en lugar de varios mercados en Buenos Aires, aleja a la gente común de los alimentos que pueden elegir comer y de los ingredientes que incluso conocen. Y si mi colección de viejos libros de cocina puede considerarse evidencia, parece que el libro de cocina argentino se fue haciendo más chico en las últimas décadas.

De hecho, si me permito un poco de hipérbole creativa, el comercio y el acceso a ingredientes son bastante limitados, probablemente debido a la ubicación del mercado. A pesar de ser un país de climas variados, suelos y comunidades diversas, el paladar está marcado por un puñado de sabores. Según estadísticas del Mercado Central publicadas en 2021, el 38% de las verduras vendidas son papas. Le siguen el tomate y la cebolla, ambos con un 13%, el zapallo con un 7% y la zanahoria con un 6%.

Lo que me sorprende de esos números es que hay más de 900 puestos visitados por 10,000 personas todos los días, quienes revenden a 13 millones de personas en la capital y conurbano. Supongamos que la mitad de esos puestos venden verduras. Eso todavía equivale a unos 170 puestos que venden principalmente papas, lo cual, después de dos horas de paseo, no me sorprendería. Me preocupa sonar como un snob culinario cuando quiero expresar mi genuina confusión de que 13 millones de personas no exijan más variedad de alimentos.

“Hoy en día, el mejor lugar para apreciar el diseño original del arquitecto Viktor Sulcic, una imponente mezcla de Art Deco y Brutalismo marcada por atrios de varios niveles y techos de vidrio y hormigón ondulantes, es desde una mesa de melamina al lado de un McDonald's.”

Todo el tiempo escucho distintas versiones de "Nadie va a comprar [inserte ingrediente que no sea una papa]". Pablo y Facundo también lo escuchan de sus proveedores: el cardo, el ruibarbo, las flores de cebolla, por nombrar los menos ortodoxos, son descartados como malezas a menos que alguien los interrogue. Chau. Fin. Ocho seis. Lo que se me hace curioso es: ¿cuál es la gallina y cuál el huevo? ¿La gente se niega a consumir más de cinco verduras porque no les interesa, o no les interesa porque les sobrepasa por completo la idea de más de cinco verduras?

Claro está, estas preguntas no tienen respuestas simples y están evidentemente (?) envueltas en cuestiones más grandes de inflación, monopolios agroindustriales, colonialismo, capitalismo tardío, planificación urbana y semiótica, temas demasiado grandes para abordar acá y, irónicamente, contraproducentes para mis propias necesidades de llegar a un público más amplio. También soy realista. El Mercado Central es lo que tenemos, así que, en lo que respecta a preguntas mucho más simples sobre sabor: ¿cómo se puede incentivar a los consumidores a ser más curiosos, más exigentes y desplazar los alimentos atascados en la cadena de suministro?

Antes de decirlo: no creo que la revolución ocurra en Palermo Soho, ni creo que los restaurantes o los medios que gravitan en torno a ellos (influencers, programas de cocina, publicaciones de cocina) puedan salvar la buena alimentación por sí solos. Pero sí creo que deberían querer hacerlo. Los cocineros deberían preocuparse, los escritores, productores y editores, e incluso, sí, los influencers, también deberían preocuparse por las posibilidades de nuestro alimento, por respetar la estacionalidad, por comunicar el origen y el cultivo de la comida que comemos.

Cuando el peso se devaluó un 20% de la noche a la mañana a mediados de agosto, los chicos enviaron mensajes a sus clientes para alentarlos a comprar productos nacionales. La razón es que los costos aumentaron porque las importaciones están vinculadas al dólar, lo que es una estrategia conveniente para alentar a los cocineros a invertir su dinero en los agricultores locales.

A medida que avanzamos por los pasillos, Pablo y Facundo revisan constantemente sus cuadernos desgastados; no solo buscan los mejores precios, también preguntan a sus clientes para qué se va a usar cada ingrediente y compran a raíz de eso. Paran, saludan, charlan, se ríen, prueban, toman mate, y así en cada puesto. Comen varias frutillas, inspeccionan eneldo y hierba de limón, mastican rúcula, rascan y huelen cítricos, parten los ajíes por la mitad y le señalan la mejor espinaca a Juan Carlos, que la necesita para una pizza especial en Gordo Chanta, para cocinar rápido en su horno sobre una zapi de bechamel y mascarpone. También los chicos buscan comida que sino se tiraría: la palta suave es ideal para la salsa guasacaca y la papaya demasiado madura es perfecta para un batido.

Pasé la semana siguiente rastreando los ingredientes que compraron. Pruebo un plato acá, otro allá, y le pregunto a cada cocinero cuáles son sus platos preferidos de la semana, qué tenían que adaptar o cambiar o sacar de la carta. En Caversaschi & Co, una panadería y bistró de tamaño bolsillo en Palermo Hollywood, Chiara Caversaschi convierte el boniato en ñoquis que nadan en una salsa de queso azul y hojas frescas, conserva membrillo para decorar la tarta de queso vasca, y transforma zanahorias en una torta de tres capas suaves. 

En el restaurante vegano, Fifí Almacén, Luciano Combi revisa la lista de productos semanales y anota rápido cuatro platos para su brunch de fin de semana, que en mi visita incluía berenjenas asadas con salsa pomodoro y pesto de algas en lugar de anchoas, habas y papa morada sobre mousseline de alcaucil cremosa, y melena de león a la parrilla sobre fideos de arroz con quinotos, menta, mango y cilantro, que estallaba como fuegos artificiales.

En una linda esquina de Chacarita está el bistró Condarco. Su dueño, Pablo Fridman, arranca la charla diciendo: "No tengo compromisos con ninguno de mis platos". Hoy son 23 y se editan constantemente según lo que llega del mercado. Mi favorito fue una porción de ricotta con menta y arvejas crocantes, puerros enteros sobre una crema de hinojo y chimichurri picante, y coles de Bruselas, desgajadas hoja por hoja, en una bagna cauda de miso y pangrattato.

Como y recuerdo a Tita Merello siendo presentada ante el Abasto, y cómo los seres humanos dentro del mercado (y el resto de las personas en la cadena) son mucho más importantes que el mercado que habitan. Lamento que aquella gente, aquellos procesos, estén escondidos, fuera de lugares grandiosos y bellos, reemplazados por el orden y lo rutinario, por patitas de pollo y papas fritas. Pienso en los Pablos, los Facundo, los Juan Carloses, las Chiaras y los Lucianos del mundo, que devuelven a la grandiosidad y belleza a donde deben estar. Su "¿Qué pasa?" resuena en mi cabeza. Un llamado a exigir más de lo que compramos, vendemos, cocinamos y comemos, un llamado a la diversidad y sus cambios, al buen comer. 

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