¿POR QUÉ ES TAN DIFÍCIL PROVEER INGREDIENTES ÉTICAMENTE?
28 de Enero de 2021
Hay un sketch de Portlandia en el que Fred Armisen y Carrie Brownstein salen a comer y disparan una serie de preguntas a su moza sobre el origen del pollo que quieren pedir. ¿Dónde está la granja? ¿Qué comía? ¿Quiénes son ellos, los que tienen este campo de gallinas? Se llamaba Colin, le responde la moza, y se alimentó con leche de oveja y avellana, por supuesto todo local, y con cuatro acres para pasear como quisiera. Cuando la moza no tiene información que dar acerca de la amistad de Colin y los demás pollos, si éstos jugaban y si se abrazaban con sus alitas, la pareja pide que les guarde la mesa para poder visitar el campo y volver. “Estamos haciendo lo correcto,” se dicen entre sí.
Con el tiempo, se me hace más difícil entender cuál es la parodia: que hagan tantas preguntas, o que las tengan que preguntar.
El domingo pasado volví a una cocina profesional por primera vez desde febrero del año pasado. En 2012, lancé MASA, un proyecto culinario mexicano a lo californiano (¡por favor no le digas tex mex!) desde el living de una amiga. Cada semana por medio, ofrecemos a 12 extraños un pequeño menú de degustación. Al principio, lo cobramos a la gorra, dando toda la responsabilidad al comensal de valorar su experiencia. La idea fue armar una cena que pudiera competir con los sabores más globales que estaban concentrando en barrios exclusivos con propuestas a las cuales no tenía mucho acceso yo. Duró poco la propuesta. A nuestra sorpresa, los porteños pagaban generosamente pero los turistas yanquis y europeos pagaron monedas como parte de su experiencia gastronómica del tercer mundo. Por un momento, pensé en implementar un “cupo gringo” y finalmente decidí abandonar la cena a puertas cerradas definitivamente. Mi idealismo (y esperanza en la decencia humana) seguía buscando alternativas.
En 2016, lo transformé en un modelo pop-up. En un momento, estábamos con 10 eventos mensuales en restaurantes de toda la capital con la misión de descentralizar la ola de propuestas novedosas. En 2019, decidí dejar de vender productos vacunos y armaba un estricto sistema de cartas en el cual me obligué a llenar más del 50% de la carta con platos veganos o vegetarianos. Mi cuestionamiento sobre mi responsabilidad como una persona que alimenta a la gente, aún a pequeña escala, es lo que me empujó a hacer este fanzine, y asimismo, este fanzine es lo que me compele a llenar mis cartas con productos orgánicos o agroecológicos y de productor directo en lo posible.
El domingo pasado volví a cocinar carne con la condición de que sea producida no dentro del sistema industrial, sino dentro de un modelo de agricultura regenerativa y utilizando cortes menos apreciados o desechados directamente: huesos de caracú, cabeza y seso. El pescado me lo proveyó un pescador independiente de Mar del Plata y los platos vegetas los terminé de definir dos días antes del evento según lo que me podía traer el proveedor de vegetales.
Todo eso suena romántico: construir relaciones directas con productores y saber los detalles de dónde viene la comida que estoy vendiendo al público. En realidad, es un privilegio de tiempo, plata y capital social en la forma de contactos profesionales. Para proveer la carne, hablé con seis productores y carniceros distintos lo que significa analizar seis planillas de productos distintos, costear posibles platos seis veces y seis conversaciones distintas sobre temas administrativos como costos y días de entrega, compras mínimas y detalles ínfimos como cómo me lo van a cortar o una aproximación de cantidad hueso-carne de un osobuco.
Conseguir los vegetales debería ser más fácil. Argentina es el segundo productor más grande de productos orgánicos, casi todos certificados. Además de vegetales, frutas y legumbres eso también incluye aceite de oliva, miel, carne, azúcar y leche. Pero la gran mayoría, entre un 85 y 90%, se exporta; 160 mil toneladas por año se van a Europa y a los Estados Unidos. Arreglos de comercio y un modelo agroexportador que cumple casi dos siglos hace que yo tenga poco acceso a las 200 mil hectáreas de campos orgánicos de mi propia región pampeana. La tierra fértil que se podría usar para alimentos se dedica a materia prima no comestible; el 63% de la tierra cultivada se usa para soja que se convierte en aceite o alimento para ganado.
Escribí a ocho proveedores. Tres no me respondieron, dos me dijeron que mi pedido era demasiado chico, otro era muy fuera de mi presupuesto y otro no me podía confirmar el pedido hasta la mañana del día anterior al evento. A último momento, di con uno que me proveyó del 20% de los vegetales de la carta. El resto vino de una verdulería a la vuelta de casa que no tenía la más mínima idea de dónde venían sus productos.
Toda esta investigación, a la que le falta mucho camino aún, es poco cuantificable. Sí sé que me llevó un día de compras, nueve horas de producción y otras siete el día del evento de preservicio, despacho y limpieza. Mínimo son tres días de trabajo para un evento de cuatro horas. MASA en su forma actual, en gran parte, está sostenido por ingresos que vienen de la escritura, los cuales tengo el privilegio de cobrar en dólares para poder desarrollar este proyecto acá en pesos y pagar el alquiler. Entonces, no juzgo a los que no pueden o no tienen ni el tiempo ni el recurso para invertir en un mejor consumo. No debería ser así.
El día después leí que la chernia que usamos está en peligro de extinción. Estaba tan empecinado con poder apoyar una economía local y pesca nativa que ni me entraba en la cabeza pensar que el canje era la sobrepesca. Se siente cada vez más imposible consumir de manera ética, se siente necesario cada vez preguntar más, hasta sentirse totalmente ridículo, para llegar cerquita a un consumo justo. Supongo que podría tirar todo a la mierda y hacer todo vegano pero no estoy convencido de que abstenerse de la carne no industrial es el mejor modelo productivo para un suelo más sano ni tampoco que cocinar para veganos es la manera de plantar una semilla en los carnívoros devotos para que cuestionen su consumo alimenticio, que es mi objetivo final.
Pienso en una entrevista que Alicia Kennedy le hizo a Carla Martin, la fundadora y directora del Fine Cacao and Chocolate Institute. “No debería ser responsabilidad del consumidor leer todos los paquetes y entender de dónde viene su comida. Simplemente la comida debería ser producida de manera sostenible y no deberían existir tantas bombas éticas cuando una va a comprar... Básicamente está todo hecho para fallar. Lo ideal sería que si vas al mercado y comprás comida tengas la seguridad, por el simple hecho de poder comprarlo, de que aquel producto es bueno para la gente, el medioambiente, la economía, etc. De ninguna manera eso está garantizado.”
Sé que mi caso es extremo. Trabajo en casi todo solo y produzco dos o tres pequeños eventos mensuales. En un restaurant, supongo, sería un poco más fácil. Con un gran énfasis en “poco”. Hablé con Nicólas Tykocki, un cocinero que recién empieza a armar un restaurant propio, Ácido, con un énfasis en ingredientes sostenibles, nacionales y estacionales maridado con vinos naturales.
“La cantidad de tiempo que uno desperdicia para encontrar productos es absurdo. Es tiempo muerto”, dice Tykocki. “Mi fantasía es que se empiecen a subsidiar los vegetales y legumbres agroecológicos, o quizás antes de eso poner un impuesto a la carne para bajar el consumo de carne y fomentar el consumo de vegetales. Una de las razones por las que quiero abrir un restaurante es demostrar un poco qué es lo que se puede comer cotidianamente con lo que se produce en este país. La papa, la cebolla, la naranja, estos no son productos autóctonos de acá. Hay una cantidad de cosas que se pueden producir acá, una cantidad extrema que no producimos para sí producir soja y maíz.”
Tykocki se refiere a la manera en la cual la responsabilidad de los consumidores y los modelos económicos se cruzan. Si vamos a cambiar un modelo agroexportador construido sobre el extractivismo, exportador para que entren divisas y engorden los bolsillos de unos pocos, tenemos que cambiar la construcción social que lo sostiene. La solución es tanto una mejor legislación, que se haga cumplir, además de una nueva percepción sobre el consumo, lo que significa consumir menos y más responsable a un precio igual o mayor.
“Yo creo que esto viene del consumo y de nuestra visión del consumo instantáneo. Tenemos un error con el consumo,” dice Raquel Tejerina, socia de Catalino, un restaurant a puertas cerradas en el barrio porteño de Colegiales. “Conseguimos bananas de Ecuador a la vuelta de casa todo el año. Pero si no hay bananas de producción nacional todo el año es porque no necesitamos consumir bananas todo el año.”
Tejerina trabaja con más de 180 productores de todo el país. Su hermana, Mariana, arma cartas que cambian constantemente según lo que le llega a su cocina. Ésto, obviamente, requiere más creatividad y menos elección personal; ambos van en contra del consumo convencional.
“Si se pone de moda un estilo de vida sano, si se vuelve cool comer tomates en ciertos meses de cualquier color y machacados, cualquier persona, tanto el rico como el pobre, va a querer comprar esa tendencia. Es lo que hicieron en Perú con la quinoa, que es un producto de ellos que se consigue desde los restaurantes más caros a los puestos de la calle. Yo no creo que esto sea una cuestión de clasismo, porque si fuese así la gente no compraría Coca-Cola o leche La Serenísima, que son caros. Hay estudios que demuestran que los que tienen menos recursos siguen comprando estos productos para pertenecer, aunque sean productos caros. Tenemos que hacer un esfuerzo nacional para que cambiemos esta idea del consumo. Qué consumimos, de quién, a quién le validamos el trabajo y a quién no. Y de ahí cada uno elige y hace lo que puede pero el primer paso es hacernos cuestionar.”
Cómo hacemos que las masas empiecen a hacerse cuestionar es bastante enredoso. La industria está construida para que no preguntemos nada de ella. Hacer preguntas sobre nuestro consumo de comida no puede existir en una burbuja tampoco; también tendríamos que cuestionar un sistema capitalista que no nos permite el tiempo de comprar fresco y local y cocinar de una manera sana, creativa y casera. En lo inmediato, eso significa cambiar nuestra percepción de saciar a una percepción de invertir; no cumplir con nuestros deseos inmediatos sino invertir en el futuro que queremos, con actores y negocios que se manejen con los morales con los cuales queremos construir un nuevo modo de vida.