Un sentimiento entrañado

por Juan Francisco Moretti

ilustraciones por Milagros Brasco

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Hace unos 180 años se escribió lo que se considera el primer cuento argentino: “El matadero”, de Esteban Echeverría. El autor sitúa la historia en una ciudad pequeña e innominada de los suburbios de Buenos Aires, donde dejan de llegar vacas debido a días de lluvia y la gente no tiene carne de res para comer. Las personas se alteran. El pollo y el pescado suben a precios altísimos. El gobierno se ve obligado a intervenir para proveer vacas, ya que el pueblo está desesperado: llevan sin carne roja casi dos semanas. 

Echeverria escribió el cuento como una alegoría de la nación joven, que veía plagada de salvajismo. La matanza de los animales es una rutina de violencia y asco y el pueblo Federal que lo festeja se describe con brutalidad, insensibilidad y degradación. Echeverría era del partido opositor, el Unitario, mucho más cercano a la mirada europea. Este partido aparece en el cuento representado por un personaje noble, orgulloso y sofisticado que entra por error al pueblo y es humillado y torturado por los federales. 

Ambos partidos dejaron de existir en el siglo xix, pero sus ideas y sus prejuicios continúan resonando en las discusiones políticas del día de hoy. Las diferencias fundamentales nunca fueron resueltas. El dualismo es parte de todo: la violencia se presenta como una parte de la alegría popular, inclusive en nuestras tradiciones más cotidianas como festejar el resultado de un partido de fútbol. 

Hoy en día en cualquier ciudad de este gran país, en cualquier estación del año, caminar por la calle un domingo al mediodía equivale a sentir asados. Se ven las volutas de humo que empiezan, se huelen los fuegos (de carbón o de leña), se escuchan risas y música que salen de patios, jardines y terrazas. Con suerte, uno estará caminando hacia alguno de esos fuegos. 

En términos culinarios, el menú de asado tiene un ingrediente primordial: carne. Puede haber entrada de fiambres, variedad de ensaladas, acompañamientos y postres, pero son optativos. Lo esencial es la carne. El vacío, la tira y el matambre de res son clásicos, pero también se ven cortes de pollo y cerdo. Casi infaltable es el chorizo, que se come entre panes, y para los menos impresionables, la morcilla y las achuras. 

Todas estas piezas se cocinan sobre la parrilla, bajo la atenta vigilancia de un asador que maneja el fuego. Las cocciones son largas, y el asador debe tener a mano un vaso de vino, fernet o vino con soda. Cuando una pieza está lista, el asador la traslada de la parrilla a una tabla, y la lleva a la mesa para repartirla. Los comensales prueban la carne, y la costumbre demanda que alguien diga “un aplauso para el asador” y toda la mesa aplauda. El sonido de los aplausos llegará a los patios y jardines cercanos, donde otros comensales estarán haciendo prácticamente lo mismo. 

El asado es una de las pocas tradiciones que reúne a los argentinos, tan divididos como estamos por nuestras opiniones y convicciones. Nada borra las diferencias como la combinación de una parrilla, una bolsa de carbón y diez botellas de vino tinto. 

Como muchos habitantes de la metrópolis espesa que es Buenos Aires, yo crecí en un departamento sin patio, jardín ni balcón. Es decir, sin una parrilla donde hacer asados. La carne a la plancha, a la cacerola o al horno puede ser muy rica, pero simplemente no es lo mismo y lo confirmaba cada vez que me invitaban a un asado: el sabor ahumado, la carne tierna y la costra crocante no se pueden lograr en una cocina. Las achuras, que me encantan, sólo quedan bien a la parrilla: riñones, mollejas, tripa, chinchulines. Los chinchulines, sobre todo, siempre fueron mis favoritos.

El año pasado me mudé a un departamento un poco más grande. En el balcón entra, con algo de dificultad, una parrilla portátil que me prestaron mis suegros. Cuando la tuve, supe que tenía que convertirme en un asador respetable, y que nunca más dependería de nadie cuando se me antojaron unas achuras. 

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Detengámonos un momento. Las achuras ameritan una descripción. No son cortes de carne ni embutidos, sino vísceras. Su nombre viene del quechua ‘achuray’. Significa compartir: un nombre muy amigable para el espectáculo de un montón de tripas sobre la parrilla. O quizás no. La amistad con sangre y gore también es parte de nuestra Historia. Desde las peleas entre unitarios y federales hasta las discusiones entre radicales y peronistas, estamos acostumbrados a dividirnos, calentarnos, darnos vuelta, oponernos y volver a reunirnos. Tiene sentido que el asado replique lo que hacemos con nuestra propia carne.

El nombre de los chinchulines también viene del quechua. ‘Ch’únchull’ significa, literalmente, intestino. Y eso son: trozos de intestino delgado de vaca o cordero, cocinados sobre la parrilla con fuego de carbón o leña. Hay algunas variantes para cocinarlos, pero el resultado es un bocado de corteza crujiente, con grasa crocante y un centro cremoso con atisbos de pasto fresco. La descripción no les hace justicia. Hay que probarlos para comprenderlos. Pero es importante probarlos recién sacados de una parrilla. Los chinchulines al horno quedan desabridos y grasientos.

Para mí, durante muchos años, comer chinchulines era altamente infrecuente. Tenían que haberme invitado a un asado, que además tenía que incluir achuras, y el asador tenía que saber hacer bien los chinchulines. Era prácticamente un golpe de suerte. Pero en la parrilla portátil tendría mi revancha. 

El asador es un personaje solitario, que vigila el fuego mientras los demás se divierten. Su rol es una mezcla de proveedor y de cuidador amoroso, atento a quien prefiere la carne más cocida o el chorizo cortado a lo largo. Es una figura romántica y viril en el panteón del machismo local, y así como ser un buen asador merece el aplauso, ser un mal asador es motivo de burlas eternas.

El varón argentino nace con la habilidad natural de prender y manejar el fuego, o por lo menos es lo que se dice con el pecho inflado. Quizás nacemos con la habilidad de creer que sabemos hacer cosas que no aprendimos. Por precaución, no invité a ningún amigo al primer intento de hacer chinchulines en parrilla portátil. Es más: esperé a una noche en que mi novia tenía planes de cenar afuera. Un asado para uno es prácticamente un oxímoron, pero no quería poner mi honor viril en riesgo. Y fue una decisión sabia, porque el asado fue un fracaso total.

Cometí un error de principiante: empecé a tomar Fernet antes de prender el fuego. Para cuando tenía las brasas al rojo vivo, estaba más concentrado en bailar cuarteto. Mientras cantaba a gritos en el balcón, eché sobre el hierro caliente los chinchulines recién lavados. Inmediatamente empezaron a pegarse al metal y a gotear. Goteaban agua del lavado, y también grasa, sobre las brasas encendidas. A diferencia de una parrilla común, la portátil no permite mover las brasas del fuego. Intenté mover los chinchulines de un lado al otro, despegándolos y dándolos vuelta, pero después de una breve agonía el fuego se apagó. Asadus interruptus.

Cuando mi novia volvió de su cena, me encontró comiendo empanadas descongeladas. Todavía sonaba de fondo algún melancólico cuarteto. Por suerte, no había puesto en la parrilla ningún corte de carne, porque ese fallido habría costado muy caro.

La carne no está barata en Argentina, lo que podría parecer extraño en un país que produce más de tres millones de toneladas de carne vacuna por año. Es una industria tradicional y exitosa de nuestro país, como los jugadores de fútbol. Pero, como pasa con los jugadores de fútbol, una parte de la mejor producción local se exporta. Para los productores de carne, el mercado internacional es mucho más tentador que el mercado interno. China y Europa pagan en moneda fuerte. El peso argentino, en cambio, está muy devaluado. China compra garrones, en Europa piden bifes, Israel consume cortes del cuarto delantero. Estos productos se encarecieron mucho en el mercado local. 

No obstante, para muchos argentinos el menú cotidiano sigue siendo “carne con algo”. El consumo per cápita es de 100 kilos por año por persona, y está entre los maś altos del mundo. Cuando la carne de res se encarece, salen a la cancha las milanesas de pollo y el carré de cerdo. Pero hay una parte de la vaca que ningún país central compra y todavía se puede compartir: las achuras. 

El chinchulín se cocina bastante en Latinoamérica. En México es muy popular el taco de tripa. Pero si vas viajando, ves que nadie lo hace al estilo argentino. En la mayoría de los países los hierven previamente, como hacen acá en los restoranes para ablandarlos. Pero salvo en los restoranes, acá se hace 100% crudo. Y a diferencia de otros países, acá no se lavan: se aprovecha todo, hasta la grasa.

“Para mí, hervirlos es un pecado”, dice Laucha Luchetti, el conductor y asador de Locos por el asado, un canal de Youtube con más de dos millones de seguidores. “Pierden mucho sabor. La mejor forma de comerlos es la más tradicional: lo tirás a la parrilla cortado en orejitas, sin sacar la grasa. No lo movés. Veinte o veinticinco minutos de un lado, quince o veinte del otro. No lo salás hasta que está cocinado. Lo salpimentás al sacarlo, y lo comés con un chorro de jugo de un limón que tirás antes en la parrilla para calentarlo”. 

Lavarlos o hervirlos hace que se pierda el “relleno”, que no es otra cosa que el contenido natural del intestino. Toda la delicadeza y perfeccionismo de la preparación está destinada a que la víscera conserve los restos de pasto digerido. Casi se puede saborear el suelo en cada bocado. Como dice Laucha en el video de recetas: “es lo más rico la caca, la pre-caca”. Y es así. Fuera de eufemismos y metáforas, estamos comiendo caca. Es la tradición.

Para el segundo intento, decidí probar una técnica medio sofisticada. Compré el chinchulín, le saqué algo de grasa y lo desenrollé en una fuente. Con esmero, con incertidumbre, con un poquitito de asco, metí la mano en el montón de tripa blanca y babosa y fui trenzando el pedazo de intestino vacuno nudo a nudo. Al final, quedó algo parecido a una soga gruesa. O a un pan challah. O a un prolapso monstruoso. Una cuestión de perspectiva, realmente. Un rato más tarde, con un fuego medio en la parrilla, lo apoyé sobre el hierro. 

El chinchulín se cocinó y el sabor estaba bien, pero la cocción no fue uniforme. La piel reventó en dos lugares, y las junturas de la trenza quedaron gomosas. Crédito parcial.

Este debe ser uno de los poquísimos casos en los que la tradición sabe mejor que el pecado. Pero estoy dispuesto a defender mis pecados, porque esa es otra de las propiedades inalienables de la argentinidad. Si se trata de comer carne y discutir demasiado, tenemos una larga y rica historia. 

Al pueblo de “El matadero” finalmente llegan algunas vacas al pueblo hambriento de carne y la gente se reúne a ver cómo las carnean. Todos festejan, adoran a los carniceros y ríen de alegría. 

Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era este del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales.

Aunque la carne va a repartirse, no es suficiente para saciar a todo el mundo. Luchan con fiereza y enseguida empiezan a atropellarse y disputarse los restos, la grasa, las achuras. La violencia de la pelea no disminuye la alegría.

El autor sitúa el cuento en período de cuaresma (durante el cual comer carne es un pecado) para acentuar el barbarismo de la escena. Pero hoy en día casi ninguna congregación observa los cuarenta días de ayuno cárnico. En Argentina, toda tradición está en disputa. Los clásicos de hoy son las herejías de ayer. La trampa del presente es la ley del futuro. Las crisis no son una posibilidad del futuro sino una certeza, una parte inevitable e impredecible del ciclo de refundación constante de la identidad nacional. En fin, lo que quiero decir es: en el tercer intento herví los chinchulines. Los herví y los asé. Y quedaron muy bien. 

Perdón, Laucha. Fui con mi instinto. 



Juan Francisco Moretti. Es lector, docente, poeta, escritor y autor de la novela Desvío. Cuando puede escribe guiones para radio y teatro. Le gustan los relatos que sacan provecho de su forma: cuentos, novelas, obras de teatro, cómics, anécdotas, películas, canciones, videojuegos. Vive en Buenos Aires con una periodista y una gata. Se pueden encontrar sus obras acá.

Milagros Brascó. Es ilustradora y diseñadora gráfica. Su trabajo en general ronda la gastronomía. Se crió y trabajó mucho en restaurantes. También estudió sommellerie de vinos. La podés seguir en Instagram.




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