Frank Bready Trejo, artista
Una charla sobre su infancia en un pueblo lleno de brujos católicos, la importancia de incorporar el pensamiento indígena en lo cotidiano y por qué se siente una urgencia de dar comida como obsequio.
Cuando Frank Bready Trejo cumplió 9 años, su papá le dijo que ya era el momento de que se hiciera cargo de sus cosas. Así es como creció él. A su corta edad se había cansado de un padrastro abusivo y subió a una combi para quedarse en la casa de su tía, donde vivía y trabajaba hasta que pudiera cortarse solo.
“Me hace reír la imagen de un niñito de nueve años que hace sus maletas y sube a un bus para irse,” Trejo rie. “Mi papá esperaba lo mismo de mí. Que yo empiece a tomar mis propias decisiones. Yo sabía que quería ser artista pero me dijo que no me iba a pagar las clases. Le dije ‘ok’ pero internamente pensé ‘de alguna manera lo voy a hacer’. Mi papá siempre me daba plata, entonces la guardé y la junté y empecé a pagar mis clases de arte y terminé con un bachiller de artes visuales.”
Apenas finalizó el secundario, empezó a organizar junto a una amiga eventos de performance en su ciudad de Yaracuy, Venezuela, una región mística con fuertes arraigos a la cultura indígena que el resto del país ve ‘como un lugar de paso cuando estás yendo a otro lugar.’
“El gobierno estaba cerrando galerías y cortando los presupuestos de los museos. Decidimos que si no había espacio para exponer, íbamos a crear un espacio,” Trejo explica. “Queríamos que Yaracuy se convierta en una referencia para el país y toda América. Empezamos a invitar artistas, siempre priorizando artistas que no hayan sido convocados en otros lugares, y organizamos eventos con artistas de todo el continente. Se quedaron en mi casa y se enamoraron de mi mamá y su comida y todos se hicieron amigos con mi papá. Queríamos formar una comunidad.”
En Buenos Aires, se reunió con su amiga, la artista Yarinés Suárez (a quien entrevisté para este fanzine en Octubre) y abrieron Casa Museo, un espacio artístico y laboratorio de cocina además de ser su vivienda. Están en medio de las preparaciones para un evento donde van a cocinar hallacas, un plato precolombino servido durante las fiestas. Junto a los cocineros Gloria del Fogón, José Eizaga e Ivanova Hidalgo, quienes estarán cocinando las hallacas de sus recetarios familiares, quieren ofrendar hallacas a 200 venezolanos que trabajan de manera precarizada para las apps de delivery.
Se vende Maíz, se vende America; Colombia, 2014
Tu trabajo tiene mucho que ver con tu relación con la comida y tu territorio. ¿Dónde naciste y qué comidas te acordás de tu infancia?
Yo nací en Yaracuy. Queda en el centro occidente de Venezuela. Yo recuerdo que mi mamá me daba de comer el corazón de la arepa. Tú preparas la arepa, la abres, sabes que la arepa tiene la cáscara, la parte tostada, pero la abres y dentro tiene la masita, esto sería el corazón de la arepa. Eso le das a los niños. Se raspa todo esto, y dejas la cáscara aparte. Estoy hablando de los niños que todavía no están masticando bien, mi mama siempre lo revolvía con manteca y queso.
Pará ¿Vos estás hablando de una comida que comiste de infante?
Sí, sí. Pero yo lo recuerdo mucho. Y también me acuerdo mucho de la sopa de arepa que es una sopa de leche con arepa. Es una sopa caliente con manteca, vas calentando la leche, le echas la manteca y sal, y haces arepas aparte, las destrozas y la echas a la taza con sopa. La verdad, no tiene nombre, no se ve como un plato típico. Era la receta de mi tía que agregaba yerba buena. No sé si hay otra gente en Yaracuy que la hace. Pero sí, me acuerdo que mi mamá me la hacía bastante. Y la arepa con suero. Mi mamá no era muy de cocinar. Primero crecí con mi mamá, mis padres estaban separados, cuando se reconciliaron, volvimos a la casa de mi papá y mi mamá empezaba a cocinar y siempre al gusto de mi papá. Siempre se hacía cantidad de comida en la casa porque siempre alguien aparecía de la calle. Siempre. Entonces crecí con esa idea. Cuando viene alguien, siempre le estoy dando comida. Porque me gusta. Yo siempre estaba en la cocina con ella. La ayudaba con todo lo que hacía. El plato de caraota con pasta, el poroto negro, poroto blanco, poroto rojo, las arvejas con arroz, su carne molida, siempre se iba variando. Plátano frito. Pero siempre se cocina al gusto de mi papá.
¿Y a tu papá que le gustaba comer?
A mi papá le crió un español catalán. Mi papá me enseñaba a hacer tortilla de papa. A veces con espinaca o remolacha. Pero bueno, la cocina siempre pertenecía a mi mamá y a nadie más. Nadie se podía meter. Yo siempre preparaba mi desayuno y mi cena. Ella decía, todo el mundo hace su desayuno y su cena. Ella se encargaba con el almuerzo y listo. Yo aprendí a cocinar de chiquito. Empecé a comer mucho y ella me paraba. Me decía, no, ahora yo voy a hacer la cena. Porque me estás gastando toda la harina. Bueno. Me dejaba ayudar, me mandaba ella. En mi casa, mi relación con la cocina y mi mamá siempre era un lugar de discutir. A mi mamá le gusta controlar. Ahora tiene la misma relación con mi hermanito que tiene cuatro años. Siempre está al lado de mi mamá. Siempre acompañandole a ella con todo y sobre todo en la cocina. Va a jugar pero siempre vuelve porque le gusta ayudar con la comida. Es muy loco porque mi mamá se crió un hijo único durante 23 años y ahora está criando otro hijo como si fuera hijo único. Ella es muy controladora. Controla la casa, controla lo que come cada quien, controla lo que hace cada uno, qué está haciendo, qué no está haciendo, qué está pasando, qué no está pasando, todo controla. Sin decir ni una palabra. La mirada de ella está por todos lados. Entonces yo le hacía creer a mi papá que él tenía el control sobre mí pero la realidad era que mi mamá era la que mandaba al final. Mi papá me soltó a los nueve años. Me dijo tú ya estás grande. Mi papá tenía un padrastro que le pegaba a mi abuela, a él, el tío, y entonces mi papá se cansó y se fue de su casa a los 9 años. Agarró un bus y se fue a la casa de mi tía abuela. Y entonces cuando yo llegué a tener 9 años medio que me soltó. Siempre estaba tomando decisiones por mí. Ahí me di cuenta que quería ser artista. Yo le dije a mi papá que quería hacer un curso de arte, me dijo no. Lo voy a hacer, me dije. Mi papá me daba plata todo el tiempo, me la guardaba, y empecé a pagar mi curso de arte. Hice un bachiller de arte plástico. Esa dinámica con mis padres como que me querían controlar pero también me dieron mucha libertad.
Contame más de Yaracuy. Me has comentado que dentro de Venezuela es un lugar bastante idiosincrático y tiene un rol importante en tu arte.
Yo desde que tengo 7 años voy a una chamana que es mi madrina que habla por un santo que se llama Doctor José Gregorio Hernández. Yo tengo una relación muy íntima con este santo. Iba con mi mamá todos los sábados, y hablaba con el doctor. Habla con la gente y la gente le consulta, bueno vos tenés un problema con la cabeza, vos tenés un problema con los ovarios, tomá este té, siempre con hojas medicinales. Para mí ver todo eso marca un punto de cohesión en mí, el doctor es católico, que se está hablando a través de una espiritista que la iglesia no la reconoce, y aparte manda a la gente que se haga medicina con la naturaleza. La naturaleza, el chamanismo, el catolicismo, todo convive. En Yaracuy convive todo eso. Entras a la casa de alguien y tienen a la Virgen María y Jesucristo en la pared, pero también tienen un cuartito especial con su santo. Quizás a María Lionza, que es la reina de Venezuela. Es madre naturaleza. Esa idiosincrasia es muy normal para nosotros y nuestra cotidianidad que quizás en otras partes no entienden. En Yaracuy tenemos un lenguaje psicomágico dentro de nuestra cotidianidad. Ponele que estoy pensando que fulanito me está robando plata y se cae algo, ya le damos por sentado que ese fulanito me está robando plata. Porque pasó algo. Estas son hierofanías. Cuando empecé a estudiar todo eso, empecé a entender que el rito, lo mitológico y el pensamiento indígenas no es tan imaginario. En el occidente, acá es más pragmático, más relacionado a lo social, y para nosotros es más relacionado con el mundo y lo cotidiano.
¿Cómo se refleja tu trabajo como performer con este mestizaje de ideas? ¿El pensamiento indígeno, el rito, el lugar y la comida?
Mi trabajo va por ahí. Una reconfiguración de yo cultural, yo naturaleza, estudiante de pensamiento origen, y cómo ese pensamiento puede tener incidencia en mí hoy en día. Hubo un festival performer en Colombia y la temática era ‘Somos Materia’. Hice una asociación con el maíz. Como que nosotros somos maíz por esa cuestión indígena y todo lo que implica el maíz. Eso fue en el 2014 que los problemas en Venezuela ya estaban sucediendo. Herví una olla de maíz. Más de un saco. Y empecé a vender. En Venezuela es muy común comer así el maíz, en Colombia no. Y entonces fue muy exótico para ellos. Hubo una carta con todos los países de América. Venezuela 100 pesos, Cuba 100 pesos, Estados Unidos 4500 pesos. Hice como una carta ficticia que los países que estaban mal económicamente salían más barato y los que estaban bien más caros. Quería que la gente viera que somos todos iguales. Osea todos compraron el mismo maíz pero estaba dividido por fronteras que son imaginarias construidas políticamente, y nos hace consumir a nosotros mismos. Y también escribí un ensayo donde planteo que la crisis ecológica no tiene nada que ver con lo externo. La crisis tiene que ver con el desligamiento entre el cuerpo y la mente y esta idea antropocentrista que hay un sujeto y objeto. Hay un problema psíquico en nuestra mente que hace comportarnos y hacer lo que hacemos. Tratamos la naturaleza como objeto cuando nosotros somos naturaleza. Esto es un problema interno de la mente. Y entonces la idea era tratarnos a nosotros como naturaleza como el maíz mismo.
Y también tu meta de incorporar el arte en tu vida cotidiana forma como una base para Casa Museo, que es tu hogar y taller donde trabajás y vivís con Yarinés Suárez. ¿Cómo se formó este proyecto?
Yo conozco a Yarinés de allá. Siempre me decía que venga. Yo estuve en Colombia un tiempo, pero no lo pasé bien. Nunca tenía trabajo. Nunca tenía hogar propio. Siempre estaba quedándome en la casa de algún amigo. Viajé a Perú y empecé a trabajar en un restaurante. Trece horas al día todos los días. Reuní dinero y me fui a Venezuela. Sabía que yo venía a Argentina y que volver a Venezuela iba a ser muy difícil. De Perú me fui a Venezuela, gasté toda la plata que había reunido, visité a mi familia, les di regalos, fui a todos mis lugares sagrados, regresé a Perú, trabajé tres meses más, ahorré todo lo que podía. Me subí un bus y fui de Perú, pasé cuatro horas en la frontera con Bolivia, de ahí a La Paz, a Cochabamba, a la Quiaca, y de ahí a Buenos Aires. Dos días viajando. El chico que se encargaba de la casa donde vivía Yarinés me daba un cuarto durante unos meses sin cobrarme hasta que conseguí trabajo como bachero en un restaurante. El día que nos tuvimos que ir de esa casa porque no nos renovaron el contrato, hicimos un evento e invitamos un montón de amigos artistas que hacen performance. Dejamos la puerta de la casa abierta y venía un montón de gente y vecinos inclusive la artista Clemencia Labin, que es la organizadora de un festival que se llama la Velada de Santa Lucía en Maracaibo vino y tomó fotos y habló de que era un homenaje a la Santa Lucía, cuando se enteró que Yarinés y yo cumplimos años el mismo día, nos dijo, no esto es predestinado, esto es místico, y ahí nació Casa Museo. Llegamos a esta casa. Lo que queremos generar son vínculos, una comunidad. El trabajo de Yarinés está muy vinculado con la comida y entonces decidimos transformar este espacio y este proyecto en un laboratorio de cocina. Cocinamos nosotros. Invitamos a la gente a venir a cocinar.
Empezaron el proyecto apenas antes de la pandemia. ¿Cómo ha cambiado el proyecto?
Justo cuando comenzó la pandemia, yo seguí manejando en bici. Me mudaron al centro. En el centro, empecé a ver toda la gente que se quedó en la calle. En el restaurante del centro nunca se vendió nada así que yo traía comida que sobraba y sentía una necesidad de darle comida a esa gente que estaba viviendo en la calle. Entré en una desesperación. Siempre compraba verduras en la feria de la ciudad. Soy un cliente muy fiel. Encontré el lugar que me gustaba, y no compro verduras de nadie más. A Yarinés le gusta mucho ir y ver precios, ir a varios lugares, y yo no. Y entonces estábamos ahí al lado de su puesto y yo diciendo, no me importa, vamos a comprar verduras acá de ellos y nadie más. Se ve que la señora nos escuchó la conversación, es gracioso porque también escuchó a Yarinés diciendo que vayamos a otro. Nos empezó a regalar comida. Un día me pregunta, ¿vos tomás batidos? Sí. Bueno, toma, y me dió como 4 kilos de banana porque se iba a perder. En la pandemia, había dejado de ir porque ya no me alcanzaba la plata pero Yarinés siguió yendo a la feria y siempre preguntaron por mí. Siempre. Entonces un día fui para decirle que me encantaría ir pero en el laburo me redujeron bastante el sueldo y no tenía mucho para seguir comprando. Me dice, vente a las 2. Y entonces todos los sábados voy a las 2 y me dan cajas de verduras. Nosotros empezamos a cocinar para ellos un plato con lo que nos dieron para demostrar nuestra gratitud. Nuestra manera de mostrar nuestra gratitud es con un plato de comida. Dar de comer. Es muy raro porque me pasaba lo mismo en Colombia. Siempre donde yo estaba me encontraba con alguna abuelita que me trataba como su hijo o su nieto y se ocupaba de darme de comer. Que me pasa acá en Argentina, me empiezo a sentir realmente en casa acá. Cuando hablábamos de hacer un evento para dar de comer, decidimos cocinar para los repartidores. Nosotros tenemos un amigo que hace delivery. Y estaba protestando por la precarización. Así que primero, queríamos cocinar para ellos porque es un trabajo muy precarizado. Y segundo, cuando eres inmigrante, es uno de los primeros trabajos que tomas y por eso hay tantos venezolanos. Pasó lo mismo cuando estuve en Colombia. Es un tema ahora por un tema de la inmigración venezolana que es muy grande. Por eso tenemos ese enfoque. Nos pesa. Queremos darle un obsequio. Una ofrenda. Dios mío, se están esforzando todos los días, migrar es difícil, están en ese trabajo. La mayoría de ellos, a ver, ser delivery no es profesión. Puede ser un médico. Conocimos a un chico que es productor audiovisual. Debe haber un agrónomo. Un químico. Debe estar frustrado porque tienen que hacer ese trabajo. Queremos darle ánimo con todo lo que representa la hallaca para nosotros. Esta es la obra. La experiencia de entregar ese plato. Me imagino cómo deberían sentirse. Súper intensa. Alguien me hizo sentir así y yo quiero que ellos también lo sientan.
Nota del editor: Se estima que hay más de 150,000 migrantes Venezolanos viviendo en Buenos Aires actualmente. La gran mayoría se encuentran bajo la categoría de residentes temporarios, que limita el acceso de trabajo y empuja muchos al mercado de trabajo no regulado. Según una investigación que realizó Sofia Negri, en 2019 el 83% de los repartidores de Rappi eran venezolanos.
¿Qué significado tiene el rito de las hallacas?
La hallaca es un plato tradicional que en Venezuela solo se hace en diciembre para las fiestas cuando la familia se reúne. Es muy importante. En mi casa no somos tanto de la fiesta tradicional. Lo mismo que me pasó a mí pasó con mi papá que tenía un montón de abuelitas que le trataban como hijo. Entonces fuimos a todas las casas de las abuelas y en cada una comiste una hallaca, ni importa si estabas lleno. Pero regalar una hallaca es traer a tu familia, a tu tierra, a tu pueblo un plato. Cuando pensás en una hallaca, pensás en toda tu familia. Y esa reunión es algo que para nosotros no está sucediendo ahora, y es muy importante. No es la hallaca en sí. Es la sensación de sentirse entre familia. Y para uno que migra, es una fecha muy dolorosa, y bueno, aunque no somos familia, sentimos lo mismo, y podemos vivir esa experiencia entre todos acá.
Trejo y Suárez necesitan recaudar fondos para hacer 200 hallacas. Si querés colaborar, podés mandar plata via paypal yaris91@gmail.com, o mercadopago casamuseobsas@gmail.com.