El monstruo y la canela

texto por Federico Levin

arte por Fernanda Kusel

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Dos tipos conversan una tarde de octubre de 2010 en una finca de San Rafael, Mendoza. Uno es más joven, flaco de rulos y aspecto ligeramente urbano: Santiago Salgado. El otro, José Antonio, es un hombre mayor y se nota que ha vivido toda su larga vida exactamente allí. Toman mate de pie, un buen rato. Se sientan y pasan al vino. Zunilda se acerca y trae un poco de pan casero, queso y aceitunas, para acompañar. 

Al atardecer se levanta un viento fuerte. Además del ruido de hojas que se arremolinan y la amenaza perentoria de un día que puede terminarse de golpe, la brisa le trae a Santiago algo inesperado, un olor que rápidamente se convierte en aroma: huele a canela. Huele a verde, al tono ligeramente psicodélico de la floración de la vid, y, sorpresa, huele a canela. Santiago primero desconfía de su nariz, aunque suele serle fiel, al fin y al cabo es su principal herramienta de detective. ¿Es o no es? desconfía también de su suerte. ¿Puede ser? Mira la viña, saca cuentas: syrah, torrontés, malbec…; no, no puede ser. Hasta que desvía la vista y encuentra, no en el viñedo sino al lado de la casa de José Antonio, dos hileras sueltas. De ahí viene el olor. 

Siente brotar una euforia difícil de definir, imposible de entender para alguien que no conozca su historia. Es que el olor no es el de la canela en rama, la que se hierve para hacer té, con la que se compone un curry o se raya en las grandes urbes sobre la espuma del café para hacer un capuchino. No. Es la uva canela, que emite ese aliento sutil durante su floración.

¿Será? 

No lo sabemos aún. Pero para que se entienda la gravedad de este momento, la profundidad de esta pregunta, para que la intriga se active, hay que conocer primero la historia de Santiago. Y la de la canela.

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La historia de Santiago.  

Cuando Argentina explotó a fines del 2001 Santiago tenía una productora de espectáculos infantiles en inglés que trabajaba con escuelas bilingües. Le había ido bien durante algunos años. Era su creación: nacida de su ingenio y sostenida por su capacidad de gestión. Cuando todo terminó, bancó a sus empleados el tiempo que pudo, más de un año ya sin recibir ingresos, hasta que finalmente tuvo que cerrar. Cuando el país se terminó de derrumbar, sus ingresos desaparecieron: hasta ahí, una tragedia común, masiva. 

En ese momento crítico Santiago pensó que la ciudad es un bicho cuyo combustible es el dinero, y cuando no hay dinero el bicho se pone espeso. Áspero. Violento. Impredecible. Si bien el país había explotado por completo, lo más urgente era abandonar la ciudad.

Con un puñado de dólares que se salvaron del corralito* salió a buscar un terreno donde construir, lejos de la capital. Visitó algunas localidades de la Provincia de Buenos Aires, otras de Córdoba. Como su pareja trabajaba en teatro, la consigna era encontrar algo no muy lejano a un centro urbano, para que ella pudiera desarrollar su profesión. El azar, con esas condiciones, dispuso en su camino un terreno en el distrito de Las Paredes, San Rafael, en la provincia de Mendoza.

Ahí Santiago comenzó a hacer vinos con las uvas criollas que había en el terreno. Porque él tiene por principio meter mano, y las uvas estaban ahí. Se compró los libritos pertinentes y arrancó con los métodos recomendados por los enólogos de la zona a los que consultaba. 

Con el paso de las vendimias, empezó a desobedecer: a hacer vinos con menos sulfitos, menos ácido tartárico. Menos intervención. El resultado fue estimulante: salían vinos potentes, a veces desprolijos, pero únicos, honestos. Se empezó a animar a hacer vinos a su manera. O sea, empezó a encontrar una manera propia de hacer vinos: a la intemperie en el cruce de los vientos de la crisis económica y la crisis ambiental. Si no era necesaria, realmente necesaria, más tecnología (como la que se requiere para filtrar y estabilizar) no la usaba. Tampoco aceptaba el usual consejo de destruir la tierra con venenos. Entendió que podía hacer vinos distintos, y que para eso no era necesario entregarse mansamente a las maneras “tradicionales”, sino que tenía que recuperar su estirpe rebelde, satírica, sagaz. Así empezó a embotellar y distribuir sus jugos de uva fermentada como Las Payas, con etiquetas que eran declaraciones de variados principios.

Desde un principio, Santiago le huyó al malbec. ¿Por qué? Porque “ya hay demasiada gente haciendo malbec”. O porque no tiene sentido hacer malbec en San Rafael, cuando existe Valle de Uco, u otras zonas donde se da realmente mejor. O bien porque “el malbec es agüita zonza”. En fin, que el malbec es hegemónico y Santiago es anti-hegemónico por diseño, porque sí. Esa es su naturaleza.

Empezó a recorrer fincas y viñedos de San Rafael y alrededores buscando productores pequeños de otras cepas, de cepas raras, olvidadas, que no utilizaran agroquímicos. Siempre que visitaba a un finquero para conocer sus viñedos y, llegado el caso, comprarle uva, probaba su vino casero. El vino que ellos elaboraban con sus manos, en pequeñas cantidades, para su propio consumo cotidiano. Así fue como conoció un tipo de vino raro, que desde el primer trago le llamó la atención por su carácter dorado, oxidado. Era vino de uva canela. 

Empezó a buscar canela para vinificar. Pero no encontró. Los que tenían, tenían muy poca cantidad. Y no la vendían: se la tomaban. En general aparecía mezclada con otras criollas: nadie le destinaba una hilera para ella sola. Era una uva olvidada, ninguneada. Solo algunos pequeñísimos productores, finqueros de toda la vida, la cuidaban y la cultivaban. Pero cada vez menos. Porque cuando llegan los grandes clientes, las grandes bodegas que son las que garantizan la supervivencia económica, no pagan por canela: quieren malbec. O en su defecto syrah, o torrontés, o cabernet. Pero no canela.

Después de unos meses de investigación, Santiago supo que se trataba de una uva capaz de dar un vino muy especial, muy propio de la región; entendió que ahí estaba el sabor de la historia secreta del lugar. Pero estaba desapareciendo. Parecía ser el final de su historia.

La historia de la canela.

Esta historia comienza con el cruce de dos grandes linajes de uvas, que a su vez representan dos corrientes migratorias de la historia de la humanidad. 

Por un lado la Listán negro, especie que entró a Europa hace milenios a través de los Balcanes y siguió viaje hasta que se asentó en el Mediterráneo. Característica de las Islas Canarias, la trajo a Sudamérica el Capitán Hernando de Montenegro, en el siglo XVI, y fue la responsable del desarrollo de la viticultura en el continente. 

Por otro lado, la Moscatel de grano pequeño, introducida en España, como todas las moscateles, por los moros, principalmente para su consumo fresco o para elaborar pasas, y traída a América por misioneros jesuitas. De la convivencia de ambos progenitores europeos, gracias a la polinización cruzada, por el hecho de que se cultivaban mezcladas en las mismas parcelas, surgió como una variedad nueva, criolla, la canela. Durante siglos se utilizó mezclada con otras criollas de origen similar (como la cereza, criolla grande, pedro gimenez o torrontés riojana) para elaborar vinos de mesa. Por eso al tomar un vino de canela se siente la reminiscencia de vinos antiguos, los vinos nobles y económicos que bebían nuestros abuelos. Pero las décadas pasaron, llegaron los ‘90 y la reconversión vitivinícola, que hizo virar la industria hacia la producción de vinos finos, fuertes, de cepas francesas, para el gusto del mercado internacional. Entonces apareció el malbec, el hegemónico y omnipresente, y todos empezaron a plantar malbec, porque era lo que se vendía. Y la canela, junto a todas sus primas criollas, comenzó a perder terreno. De mucho menor presencia que la Torrontés o incluso que la criolla chica, la canela empezó a desaparecer del mapa, hasta quedar arrinconada, al borde de la extinción, en unos pocos viñedos desperdigados en la inmensidad del país.      

Así andaba la canela  en 2007, cuando Santiago llegó, por referencias de amigos, sucesivos vecinos y sus respectivos parientes, al viejo José Antonio. En su finca José Antonio producía syrah, malbec y chardonnay. A Santiago le interesaba la syrah. Una tarde calurosa de finales de febrero, después de acordar el precio de la uva, Santiago observó un gran ventanal de vidrio repartido que estaba tirado en el suelo, entre pastizales. Calculó a ojo que le vendría perfecto para la bodega que estaba construyendo en la finca, y le preguntó el precio. José Antonio le dijo que él no pensaba usarlo, así que podía llevárselo, sin más. El tema es que no tenía cómo: era demasiado grande para su camioneta. José Antonio entonces, naturalmente, le ofreció su carro. Le dijo que se llevara el ventanal a su casa en el carro, después se lo devolvía. Esa tarde Santiago había ido a lo de José Antonio con su hija menor, que tendría entonces unos 10 años.  “¿Viste lo que acaba de pasar?”, le dijo Santiago mientras volvían a casa llevando el ventanal en el carro de José Antonio. “Sí”, dijo ella. “El tipo prefiere arriesgarse a perder un carro que desconfiar de la persona que tiene enfrente”. 

La confianza no fue el resultado del vínculo, sino su origen. Santiago siguió comprándole uvas, año tras año. Siempre syrah. 

Hasta que llegamos a esta tarde: toman mate de pie, después toman vino sentados.  Zunilda se acerca sonriente con pan casero: ella misma lo amasó. Hablan del clima, cosa que para Santiago, durante su vida en Buenos Aires, constituía una aberración de ascensores incómodos, y ahora sin embargo le resulta un hecho inevitable, orgánico. Se levanta un viento fuerte (¿será el último zonda de la temporada?) que trae ese olor. El aroma de la canela. 

Santiago camina hacia las hileras sueltas junto a la casa, y formula la pregunta casi con pudor.

 ¿Es?

José Antonio asiente. Santiago le pregunta si la vende, y José Antonio le comenta que la tenía asignada: un cuñado se la compra todos los años para hacerse el vino que toma en su casa. Santiago sabe que esos acuerdos, en el campo, se mantienen hasta la muerte. Se lamenta un poco, pero en el fondo lo tranquiliza saber que, mientras el cuñado de José Antonio se tome su vino casero, José Antonio mantendrá las hileras de canela en su viñedo, y mientras eso suceda la canela seguirá existiendo sobre la faz de la tierra.

Si estuviéramos escribiendo una ficción gastro-policial, no podríamos evitar la tentación de sacar a Santiago de la cama una fría noche de invierno: obsesionado con una idea, se sube a su camioneta, remonta las rutas rafaelinas, toma por un camino de tierra, recorre kilómetros a oscuras, se baja frente a una casa aislada, unos perros ladran, etc.

Pero esta historia es real, y lo que hace avanzar el relato es la confianza. Dos años después, el trato de José Antonio con su cuñado se terminó, no sabemos si por la muerte del cuñado o por otra causa. Y así empezó Santiago a comprar la canela de José Antonio. Desde entonces lo hace todos los años. 

“José Antonio le pone el precio que se le canta, me la cobra más cara que el Malbec… Yo le dije que tiene un tesoro y él me la cobra como tal.” 

Santiago la cosecha temprano, la vinifica como naranjo (fermentándola con sus pieles y semillas); y la acompaña casi sin molestarla para que llegue a las botellas, y después a las bocas, a decir lo que tiene para decir. Tal vez sus últimas palabras. 

Mientras Santiago haga este vino, José Antonio mantendrá esas hileras. Y la canela no va a desaparecer sepultada por el olvido. 

Cuando me pregunto por los motivos que llevan a Santiago a hacer lo que hace, aunque eso implique vinos muy difíciles de vender, pienso en una empatía profunda. La empatía de alguien que se sabe, también, al borde de la extinción. Él, como humano singular entre los humanos. Es que no sé cuánto tiempo más el mundo permitirá la supervivencia de singularidades como la suya. Fuera del mercado, más allá del principio de la monetización, en trabajosa armonía con su ambiente, al borde de toda comunidad pero constantemente comunicando.

Según el escritor argentino Aberto Laiseca, los monstruos son, por definición, seres únicos en su especie. Sin pares, sin descendencia, sin linaje. Y nos dan miedo porque en ellos proyectamos el horror al sinsentido, el vacío de nuestra finitud. Santiago, en ese sentido, parece un tipo particular de monstruo. Coquetea con ese sentimiento: dice que el vino es fugaz, que la obra de una persona sobre la tierra es fugaz, y que está bien que así sea. Esta fugacidad se opone a las leyes del Mercado, que pretende que un vino sea igual a sí mismo, una y otra vez, aunque la uva sea siempre distinta y las condiciones cambien. Una vez en una cata de sus vinos le preguntaron si había transmitido el amor por el vino a sus hijas, si ellas iban a seguir su legado, haciendo vinos libres. 

Por suerte, no. 

Fue la respuesta socarrona. Y redobló la apuesta: él mismo no iba a seguir su legado. De hecho, estaba pensando en retirarse.

Sonaba como un monstruo feliz.

Sin embargo, en esta historia hay algo que se transmite. Que pasa de generación en generación. 

Tomo un trago de la canela de Santiago, etiquetada con el nombre de “Bicho raro”. Decir que en este vino “se siente la fruta” es muchísimo más que un descriptor típico del oficio del sommelier. 

Imaginemos que alguien comprende en el cuerpo que todo esto se va a terminar; y en lugar de combatir esa sensación, se alía a ella. Y deja su testimonio: una batalla por una causa perdida, una fruta que resiste un poco más en el mundo, con su olor, su sabor, su acidez y toda su novela genética.

Leo la etiqueta: “Canela, 2022. Sin filtrar ni estabilizar. Vino turbio. Solo 521 botellas sin sulfitos ni otros agregados”. Piel de gallina. Creo que esa puede ser una historia de Santiago Salgado y sus vinos. Su encuentro con la canela.

Una historia alegre, pero de una alegría sin esperanza: como una presencia, una voz que persiste un poco más. 

Federico Levin. Escritor y lector de novelas, ensayos, cuentos y poesía, tal vez en ese orden. Es autor de una trilogia de gastro-policiales, Ceviche, La lengua estofada y Bolsillo de cerdo. Ha trabajado como guionista de TV, redactor web, coordinador de talleres de escritura y cocinero cultural, entre otras cosas. Le podés seguir en Instagram.

Fernanda Kusel. Pintora. Vive y trabaja en Buenos Aires. En su última muestra, pintó una serie de altares para un invitado que nunca llega. La podés seguir en Instagram.

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