Hongos y el arroz de mamá: Reaprender venerar la tierra dentro de una selva de cemento

15 de Octubre de 2020

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Según la leyenda azteca de los cinco soles, los dioses Tezcatlipoca y Quetzalcóatl fueron los encargados de crear un nuevo mundo y habitarlo. Tezcatlipoca partió al monstruo de la tierra y así creó la tierra y el cielo mientras Quetzalcóatl se aventuraba en el inframundo para buscar los huesos de los muertos. Para dar vida a los huesos, los roció con su propia sangre y nacieron los dos primeros humanos, que eran demasiado débiles, por lo que los dos dioses salieron a buscarles comida. Quetzalcóatl se achichó al tamaño de una hormiga y entró la profundidad de la montaña Tonacatépel, donde las hormigas escondieron preciosos granos de maíz. Masticaron el maíz y lo pusieron sobre los labios de los humanos, que gracias al sustento agarraron vida. En toda América, el maíz se consideraba un regalo de los dioses y se veneraba como si lo fuera. El maíz era sinónimo de abundancia, sociedad, vida y muerte, y no fue la única planta que adoraron las culturas ancestrales. 

En Cocina prehispánica mexicana, el periodista y ensayista Heriberto García Rivas escribe sobre la importancia del quelite para los aztecas de Tenochtitlán. La hierba era un elemento fundamental de su dieta y tambíen poseía un papel importante en las ceremonias religiosas. Los sacerdotes construían estatuillas a los dioses de la guerra y el fuego con las semillas tostadas y molidas del quelite y amaranto. Las pegaban con la sangre de los sacrificios humanos y luego las comían como una forma de comunión. Para los aztecas, el maíz era más poderoso que los dioses y las plantas eran más valiosas que la vida humana. 

La cuarentena nos ha obligado a mí y a mi esposa a una vida bastante hacia dentro. Si bien salgo al mundo exterior para hacer entrevistas, gran parte de nuestra vida desde finales de marzo la hemos pasado dentro del departamento. Cuanto más tiempo pasamos confinados, más intentamos mimar a la naturaleza acá dentro. Empezamos a llenar la casa con plantas (ya teníamos un montón) que ahora quizás supera las cien. Comencé a prestar más atención a los fresnos verdes (nuestro depto del tercer piso está justo al nivel de la copa de los árboles) y los observo todos los días llenarse con cada vez más hojas que al mediodía se ponen tan verdes que parecen neón. Tiempo después nos encontramos prestando atención a las plantas que consumimos y la forma en que las tratamos, como nunca antes: empezamos a hacer caldos, secamos y trituramos hasta obtener polvo de las cáscaras de naranja, convertimos los limones en líquidos de limpieza y todo lo demás va a un compost.

Aunque parezcan hábitos que nos consumen vivos, el tiempo extra que gastamos es realmente mínimo. El problema es que el desgaste cerebral es realmente notable. Me agarra una culpa agobiante cuando una lechuga se muere atrás en la heladera y se me hace cada vez más difícil animarme a comprar cualquier cosa industrial, desde la fruta orgánica hasta un queso brie. Mis papilas gustativas me piden pan, salsas y fermentos picantes, hongos y pastas frescas creadas por artesanos a los que les conozco las caras o por lo menos sus nombres. El amor de las manos que amasan o la intención emocional de mantener una cámara fría llena de hongos silvestres es trascendental — lo pasan a sus comidas y luego a mí. Se me hace fácil entender por qué los aztecas miraban a la comida y la naturaleza como algo piadoso, como algo más poderoso que ellos, la comida como alimento y sustento que debería ser respetado, adorado y mimado. 

Es un reentrenamiento de la cabeza y es una elección hacerlo. Pero como todo lo que va en contra de las estructuras hegemónicas de la modernidad y el capitalismo, es una elección donde se nos enseña a ni siquiera ser conscientes de ella. Preocuparse por una frutilla, por dónde viene y quién la cosecha, o sea respetar la esencia de nuestra comida, se convierte en una forma de lucha contra las estructuras socioeconómicas que nunca fueron concebidas para beneficiar la tierra ni sus frutos, como así tampoco a las personas que viven de ella. Pero estos cambios también son bastante recientes en nuestra historia. Son producto de la urbanización masiva y veloz de mediados del siglo XX. La mayoría de nuestros abuelos o bisabuelos crecieron con jardines y animales. A la tía Margarita de mi esposa le encanta contarnos sobre las granjas que vendían gallinas vivas ¡en Buenos Aires! 

Me pregunto todo el tiempo que tan fácil es revertir el camino a una escala masiva en un mundo que continúa desconectando a la humanidad de su contacto con la tierra que al fin y al cabo nos alimenta, para reconstruir un vínculo con la comida que ponemos en el cuerpo y a su vez todo lo que viene detrás de ella. Por eso estoy buscando hablar con personas como Erik Mejia, un cocinero joven y talentoso que pasó por una formación importante en uno de mis restaurantes favoritos, Donnet, un restaurante vegano que se enfoca en los hongos y la agroecología. Mejia creció en el campo, saltando en los árboles y cuidando un jardín que estaba lleno de zapallo, moras, tomates y árboles de higos. Se mudó al conurbano a los 14 años, donde rápidamente perdió su conexión con la tierra. A los 18 se convirtió en vegano y empezó a meterse en las cocinas, pero no fue hasta este año que empezó a sentir una verdadera conexión con los ingredientes que estaba usando y la comida que salía de esa búsqueda. Me junté con él en su departamento en San Martín, donde prepara cajas de sushi veganas al estilo omakase los fines de semana y probamos los sabores de su próximo omakase: vinagre de maracuyá, mostaza fermentada, zanahoria al vapor en leche de cajú fermentada, girgolas con curcuma y aceite de oliva y berenjena ohitashi. Hablamos sobre su infancia en los árboles, la cocina de su madre, cortarse solo y el futuro de la cultura de proyectos gastro a puertas adentro que nacieron por la pandemia.

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¿Cómo era tu relación con la comida y la carne de chico? 

Crecí en el sur de la provincia de Buenos Aires, en Monte Grande. Mi vieja por temas de laburo cuando yo tenía trece o catorce años, buscó laburo por estos lados, por San Martín. Venimos acá con mi abuelo que era de Monte Grande para vivir por acá. Fue un cambio bastante groso. Nada que ver con la gente de allá. Acá los chicos que tenía mi edad eran otra cosa. Yo crecí en calles de tierra y casas de chapa. Todo muy humilde. No sé cómo sería mi vida si no me hubiera ido de Monte Grande, la vida me hubiese llevado a otro lado. En mi casa siempre se consumió carne. En el barrio había chabones que pasaban con un carrito que tenían gallinas en jaulas o pescado del día. Todo vivo obvio. Y mi abuelo compraba gallinas, las mataba, las pelaba y cocinaba. Me acuerdo que hacía sopas pero la verdad es que no me acuerdo tanto de su comida. Me acuerdo más de la de mi mamá. Nosotros vivimos en una casa quinta con un jardín y huerta bastante grande, y al lado había un matadero y una granja. Todo la semana matando animales, los fines de semana me acuerdo el olor cuando quemaban las vísceras, imaginate, aves gigantes comiendo ahí. Pero comimos el mejor asado, no te voy a mentir, nunca miento cuando hablo de mi infancia carnivora. Soy consciente de que comimos el mejor asado. Podíamos entrar al matadero, elegir el chancho y en una semana te traían el chori y la mitad de un chancho que cocinamos entero sobre una parrilla. Nuestra casa era el centro de fiesta. Toda la familia siempre venía a nuestra casa para comer. 

¿Qué cocinaba tu mamá? 

Comimos una mezcla de todo. Mucha comida típica argentina. Mi mamá en ese entonces estaba saliendo con un paraguayo así que comimos mucha comida paraguaya. Mucha sopa paraguaya. Amaba la sopa paraguaya. Chipa obvio. Y muchas sopas con los condimentos de la gastronomía paraguaya. Cuando mi mamá cortó con ese novio, veníamos a San Martín y empezamos a comer mucha más comida peruana. Antes no tuvimos mucho acercamiento con la comida peruana, aunque mi mamá es argentina hija de peruanos. Cuando fuimos a San Martín, conoció a un peruano y empezó a cocinar mucha comida peruana. Mi mamá siempre cocinaba arroz. Los fines de semana siempre salimos a comer peruano a comer ceviche o comida criolla. Mucho papa a la huancaina que es un plato que lo tengo mucho amor. Siempre hacía mucho anticucho, cosa que yo amaba. No podía estar sin los anticuchos de mi mamá. 

Estoy metiendome últimamente mucho con el veganismo y vegetarianismo, me interesa mucho su contexto argentino, que me parece bastante particular dentro de Latinoamérica. Hay muy poco contacto con el vegetal, o sea mucha gente te puede nombrar un montón de cortes de carne y cómo cocinarlas, pero poca gente sabe la estructura del vegetal y cómo aprovechar de todas sus partes. Vamos a una verdu y lo que vemos es un achicamiento enorme de lo que podríamos cosechar acá y la gente lleva aún menos cosas. La mesa promedio está llena de papa, lechuga, tomate, cebolla, banana y mandarina. Obviamente tiene que ver con sistemas socioeconómicos, pero también de educación. ¿Vos en el campo tuviste otra experiencia? ¿O dónde y cómo empezaste a formar una relación con las verduras?

Cuando vivíamos en Monte Grande, teníamos acceso a granjas de pequeños productores que trajeron a caballo el producto al barrio. Creo que de mis 7 a los 14 vivimos en una casa quinta y teníamos todo. Dos árboles de higos, uno blanco y otro negro, moras, ciruelas, limón. Había un árbol de ceibo que amaba. También plantaciones de zapallo, lechugas, aromáticas. Cuando íbamos de vacaciones a San Pedro en la casa de mi abuela tenían una huerta que era una cosa grosa. Tenían chanchos, conejos y gallinas, y una huerta enorme. Toda la familia vive ahí cerca de mi abuela. Para mí es como algo ideal para vivir en el futuro, tener un jardín con mis plantas al alcance de la mano literal. 

¿Sentís que perdiste contacto con la alimentación y la tierra cuando se trasladaron a la ciudad?

Creo que cuando venimos por acá por San Martín perdimos un poco de eso. Yo era un chico de los 90´ que vivía en la calle. Era así, zona sur, zona de familias con muy poca poder adquisitivo donde los nenes viven a la suerte de la calle y que la calle los apañe y que se cuiden los chicos entre ellos. Todos teníamos huertas. En mi casa, todos teníamos tareas en el jardín. Éramos muy salvajes. Extremadamente salvajes. Nos encantaba jugar en los árboles, subir al árbol de mora o de ciruela a comer ahí arriba del árbol. Nos acostamos en los árboles de higos. Pero cuando venimos para acá … globalización y urbanización. Fue la primera vez que conocí un ciber donde los nenes se sientan frente una computadora para entretenerse. Yo jamás tenía acceso a una computadora. Acá la casa de mi abuelo era muy grande pero el espacio que no estaba todo cubierto de cemento era muy chico. 

Ahora volviste a esa parte de tu identidad de conectar con el alimento de otra manera. ¿Cómo empezaste a volver a conectarte? 

Creo que empecé a pensar en mi infancia, las cosas que comíamos, y la cultura de acá de Argentina tradicionalista. Empecé a vernos como una cultura que consumimos de una manera desmedidamente. Me empezó a chocar un montón. Al final del secundario, me estaba generando un cambio. Tenía muchas amigas que me enseñaron, muchas mentoras, que me enseñaron todo y también me impresionaba de que había tantas cosas que yo no sabía y tantas cosas que existían para aprender. Cuando tenía 18 trabajaba en una juguetería por Belgrano y enfrente teníamos los mejores ejemplos del consumo mundial, el Burger King y el McDonalds, y yo consumía eso aún. Una vez salí a comer a la Farola de Cabildo y pedí una hamburguesa y me vino casi cruda. Les pedí otra y me vino otra cruda. Era el momento que me dije, no, chau, no quiero más esto ni en el Burger, ni en el McDonalds, ni en la casa de mi mamá, ni en un asado entre amigos. Esa hamburguesa fue un montón. 

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¿De joven empezaste a cocinar de manera autogestiva?

Cuando me fui de la casa de mi mamá me empezaba a sostener de lo que más sabía hacer que siempre fue cocinar. Siempre me gustó la cocina de mi mamá. Me gustaba cocinar con ella, ayudarla con lo que podía, me interesaba. Siempre fui muy curioso y siempre quise estar al lado de mi mamá en la cocina. Pero era mirar, no tenía la técnica que tenía ella. En mi casa siempre había arroz y a ella le sale perfecto. Y parece una pavada hacer arroz, metes agua y arroz y listo, pero la cocina no es así tan fácil, hay un espíritu que se pone en la comida. Pero el acercamiento fue cuando era un poco más grande como a los 16 años. Empezaba a tener amigos veganos desde muy chico. Arranqué por ser vegetariano pero tampoco muy estricto, me acuerdo de buscar y buscar y buscar recetas, pero bueno estaba cocinando en la casa de mi mamá con las cosas que compraba ella. Ella respetaba mi elección pero tampoco iba a cambiar toda su cocina para mi. Hice muchos guisos, guiso de arroz, guiso de papas. Tortilla de papa, ñoquis de zapallo. Pero también mucha soja y gluten. Fue mucho aprendizaje llegar hasta acá, encontrarme a mí como cocinero. 

¿Cómo empezaste vendiendo sushi vegano desde tu casa?

Vender sushi vegano es algo que empecé a hacer el año pasado porque quería ir de vacaciones y quería viajar cómodo. Entonces dije, che, ‘Sé hacer sushi. Sé cocinar comida vegana. Puedo hacer un sushi vegano copado’. Ojo, el boom del sushi vegano es ahora mismo pero yo empecé en noviembre del año pasado (risas).

¿Te copa más trabajar así modo medio itinerante?

Hacer esto de manera itinerante me libera. Hago muchas cosas. Todo se mezcla, técnicas, conocimiento y producto. Me permite mucha más libertad que un restaurante. Ahora estoy en un momento como cocinero que estoy empezando a entender qué quiero cocinar. Cuando estás en un restaurante es obvio que vas a mimar conductos y conceptos ideológicos pero dentro de cada cocinero existe otra cosa propia, ¿no? O sea acá lo que estoy haciendo es lo que realmente quiero. El cocinero del restaurante tiene estas limitaciones. Hay restaurantes donde tenes muchas libertades, obvio, pero al fin y al cabo tenés que hacer lo que te dice el chef. Yo quiero ser el chef que decide, ahora decido todo yo. Estoy tan agradecido por lo que estoy haciendo y cómo la gente lo está recibiendo. Que confíen en mí. Estoy sacando omakase. La gente solo me da plata, no eligen. No saben que van a comer. Yo estoy usando las cosas que tengo en la heladera que vengo experimentando, vinagres, conservas, y los hongos que me llegan. Es la materia que se utilizar y la curiosidad de hacer una búsqueda personal que ahora recién me parece es algo que se está empezando valorar. Atrás de eso hay una investigación mía personal. Y al momento de vender, les digo a los clientes, hoy salen 18 piezas, sale esto, sale lo que quiero a base de lo que vengo experimentando que está en mi heladera, ¿comprás o no comprás? Es asi de facil. No te voy a contar nada. ¿Comprás o no? La semana pasada, vendí un montón. 

En la pandemia nacieron un montón de proyectos muy personales. Me encantaría que al volver de la pandemia la cultura de los restaurantes empiece a parecer un poco como esto. Algo chico. Más simple. Otra libertad creativa. También puede ser una buena solución a largo plazo de la precarización, desigualdades y otros problemas sistémicos que se han vuelto normalizados dentro del mundo gastronómico. 

Me encantaría tener una cocina más grande que está con más herramientos, mi propio boliche, obvio, tampoco nada grande. Sin mesas. Una ventanita quizás. Yo estoy acá. Si yo pudiera poner una barrita acá en la ventana de mi cocina lo haría mañana y sería yo el cocinero, el mozo y el lavacopas. Te cocino, te cobro, te lleno la copa de vino, limpio, listo. Sin mucha ceremonia. Sin protocolo de servicio. Acá tengo una olla y una sartén y nada más. Si tuviese más maquinaria obvio haría más cosas pero lo que tengo es suficiente y agradezco tener lo que tengo. Déjame con una heladera chica, mis frascos, mi licuadora, y ya está, con lo que tengo voy a hacer magia. Creo que sería bueno volver a un concepto de la cocina como algo familiar. Volver a cosas más simples que es entender el producto. Mira, eso es de estación y esto es lo que nos sobra en la heladera, que hacemos. Trabajar con lo que el proveedor me trae. Mimar el producto. Entender usar cada parte. Ahora tengo cinco kilos de nísperos en la heladera. Con la cáscara puedo hacer una cosa, con la semilla otra, con la fruta otra. Con cada parte vegetal, hacer algo. Para mi eso es lo más importante. Un restaurante puede tener mejor servicio o no. Puede ser mejor decorado o no. Pero nunca hay que dejar pasar la calidad del producto. A mi me interesa un restaurant que me cuenta algo. Hay miles de restaurantes y parrillas y pizzerías que tienen todo el mismo producto, es mucho despachar, que está bien, pero quiero algo que me cuente algo de la identidad del cocinero. Quiero algo más cercano, menos robótico y sistemático de un servicio, trabajar más en ese sentido, cocinar lo que elijo yo, que la gente se sienta cómoda pero que yo también. Yo cocino todo con amor, pero lo que cocino aca cocino con todo mi amor, sale de mi, también lo que hago en un restaurante sale de mi, pero sale de arriba, aca sale con todo la energía mística mía, y esa energía pulveriza y suda y termina en la comida que hago. Eso es algo que me encuentro hace pocos meses. Es un flash. Yo decido qué hacer. Ellos solo tienen que comer. Me llego ahora. Nadie me frena. Nadie me detiene. Tomalo o dejalo. No hay reglas.