La ironía de viajar para preservar la cultura.
Me desperté por instinto, una hora antes de que el sol se cuele por la ventana y empiece lentamente a ocupar el lugar de la sombra en nuestra cabaña solitaria. Despertarme en Purmamarca fue uno de los pocos momentos en los que pueda recordar soledad pura. Desde mi cama, vi como las estrellas desaparecían bajo el cielo de tono rosa anaranjado, mientras la luz inundaba un cerro hecho de piedras de siete colores distintos. Me senté en la cubierta de madera con una taza de té de hoja de coca. Lo único que me separaba del cerro y las montañas que le seguían era el sonido de gallos despertándose a la distancia. Los perros vecinos, a quienes les puse Roberta y Roger, olieron mí presencia y vinieron corriendo con las esperanzas de que mis bolsillos estén todavía llenos de charqui. No tardaron en revolcarse a mis pies con la panza al cielo y volver a quedarse dormidos.
Purmamarca es un pueblo que se posa en un valle profundo al pie de la cordillera de los Andes, bien al noroeste de Jujuy. Se hace difícil no pensar que acá no hay nada más que tiempo. Sentándose en la cubierta a la mañana, observando cómo cambia la luz, caminando por cerros multicolores, parando a admirar cómo la arcilla rosa suave se transforma en caliza blanca y asimilando los cientos de cactus que decoran el paisaje, con una bulbosidad casi caricaturesca.
En la lengua aymara, purma-marca puede significar muchas cosas. La traducción más literal es "ciudad desierta", pero un músico local me explicó que desierta se puede entender de varias maneras: incivilizada, virgen o intacta de la humanidad. Es la segunda vez que viajo a Purmamarca. La primera vez fue en 2008, cuando era estudiante de intercambio y me fui de mochilero desde Buenos Aires hasta La Paz, y pasé seis semanas en dirección al norte a lo largo de los Andes. A mis ojos, el pueblo se veía casi intacto.
Según Sergio, nuestro hospedador en Purmamarca, ese primer viaje fue al principio de un boom turístico. En 2003, la UNESCO proclamó patrimonio de la humanidad a la Quebrada de Humahuaca, un valle vecino, y la zona empezó a llenarse de turistas. La ola repentina de turismo creó un nuevo mercado de hotelería, de artesanos, que llenan la plaza principal y los edificios allegados, y de restoranes que venden los platos más tradicionales de la zona, los cuales incluyen comidas tanto prehispánicas como poscoloniales: empanadas de carne o de queso, tamales rellenos con charqui de carne o llama, humita, y cazuelas hechas con choclo, calabaza o cabra.
El efecto contrario, dice Sergio, fue la aceleración de un proceso de modernización occidental que ya había comenzado a plagar a la población, mayoritariamente de ascendencia indígena. Las generaciones más jóvenes tienen cada vez menos interés en continuar con los métodos tradicionales de cultivo, basados en redes históricas de agricultura comunitaria, intercambios de semillas y el trueque de huevos, carnes, granos y productos agrícolas. En cambio, prefieren inclinarse hacia el turismo o emigrar a una ciudad para profesionalizarse.
"La generación más joven está interesada en la versión occidental de riqueza", explica Sergio. Desde su patio señala las tres propiedades que lo rodean: una es un hotel boutique ostentoso y en las otras dos "está la nueva generación esperando a que mueran los padres para venderle la propiedad a un hotelero".
El turismo inyecta al pueblo con plata pero con mucha ironía. Comercializar la cultura prehispánica contribuye a la pérdida gradual del patrimonio que el turismo dice celebrar. Los hoteles acaparan preciados recursos. Algunos son cuantificables, como el agua, que es vital en una zona desértica; la mitad del jardín de Sergio, de más o menos una hectárea, se secó por la distribución cada vez más desigual de agua. Es más, me había decidido por el airbnb de Sergio por la queja más común en el anuncio: un tanque de 30 litros que necesita calentar el agua un poco antes de usar la ducha. Muchos entendían la necesidad de preservar el agua pero aún así se quejaban de que era inusual, incómodo e inconveniente, aún cuando su pieza tenía una vista completa a la huerta, secándose bajo el intenso sol.
Pero también hay recursos cuya pérdida es menos tangible hasta que el impacto pasa a ser evidente, como la pérdida gradual del conocimiento pasado de generación en generación. Cuando hablé con Concepción, un vecino de Sergio en sus ochenta que todavía trabaja en la huerta con su hermano Pastor, me dijo que sus nietos no tienen idea de cómo cultivar y secar maíz, o de cómo seleccionar las semillas para la temporada próxima.
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Me parece difícil no lamentarlo, pero ¿quién soy yo para juzgar a niños del siglo XXI que se quieren alejar de una cultura de subsistencia hiperlocal, para aceptar la realidad de un mundo globalizado? ¿Quién soy yo para imponerles la responsabilidad de mantener una cultura que ni siquiera es mía? Cuando me enteré de que mi tamal diario probablemente estaba hecho con harina de maíz procesada y no con el viejo método de nixtamalización, tuve que evaluar mi decepción: demandar que satisfagan mis deseos como turista no es más que colonización maquillada. Sería absurdo juzgar a una comunidad que está simplemente reaccionando al modelo capitalista que le fue impuesto.
Sí juzgo, firmemente, los mecanismos del turismo que comercializan la apreciación cultural al mismo tiempo que perpetúan la marginalización de poblaciones ya vulnerables. Como la lucha de Sergio por agua, o el turismo como salvavidas de una comunidad entera. Treinta kilómetros al norte, en Tilcara, hablé con Valeria, que trabaja como vendedora ambulante desde hace más de una década. Desde la plaza principal del pueblo, vende tejidos que obtiene de artesanos de Perú y Argentina. "Los que intentan regatear son siempre extranjeros. Los Argentinos rara vez me piden que baje un precio", explica. "Deben pensar que como estamos acá en el norte de Argentina el valor de nuestro trabajo se puede negociar, aún cuando nuestra moneda ya es muy favorable para ellos y muy desfavorable para nosotros".
Su referencia al "norte de Argentina" apunta a lo que implica ser morocha y ascendencia indígena, en un ambiente que es más visiblemente "tercermundista", y a la manera en que la mayoría de turistas blancos perciben su calidad de vida merecida. Por supuesto, sería falaz definir esta dependencia al turismo como un agujero cavado por ellos mismos. El turismo visto como una oportunidad económica rápidamente aceptada proviene de años de gobierno impuesto, de legislación que no contempla miles de años de cultura y patrimonio indígenas, ni tampoco provee de autonomía u oportunidades a esas poblaciones.
En el pueblo vecino de Maimará, me reuní con el ingeniero agrícola Javier Rodríguez. Él dirige desde hace tres décadas una cooperativa de más de 100 familias que cultivan maíz andino indígena, quínoa y papa a lo largo de toda la quebrada. Lamentó la forma en que los gobiernos regulan y niegan los cultivos que han existido en esta zona por miles de años. "Hay organizaciones políticas que argumentan que no hace falta proteger esta zona del maíz transgénico porque según ellos no existe el maíz nativo en Argentina, a pesar de la evidencia científica y las tradiciones culturales que claramente prueban lo contrario". Por suerte, a conocimiento de Rodríguez, el maíz transgénico todavía no se introdujo con éxito en la quebrada, porque aún no se diseñó una cepa que se adapte a las condiciones únicas de la quebrada.
No solo existe una ausencia de protección, sino que los servicios alimentarios nacionales demuestran una falta de entendimiento (o de interés) sobre la biología del maíz. Éste se poliniza a través del viento, por lo que una variedad puede fácilmente polinizar a otra y crear una cepa completamente distinta. Esto puede significar cambios en el color o en la cantidad de filas de granos, aunque factores como las cantidad de almidón, la textura o el sabor son más consistentes y dependen mayoritariamente de las condiciones ambientales en las que crezca el maíz. Piensen en cuánta incidencia tienen la altitud y las condiciones climáticas en la producción del vino, en los niveles de acidez y de azúcar. Todo esto, por supuesto, corre paralelo al deseo del sistema alimentario de uniformidad y predictibilidad, y por ende está diseñado y legislado para incitar a los productores, grandes y chicos, a reemplazar las cepas nativas con el "más estable" monocultivo.
Es indispensable que realmente empecemos a considerar qué significa viajar: ¿cuál es nuestro impacto en un lugar después de haber saciado nuestro deseo de explorar, y de hacerlo con completa comodidad? Los humanos simplemente no van a dejar de viajar; tampoco quisiera que eso pase. Viajar es una necesidad básica y una gran oportunidad de entender a la humanidad. Pero entender realmente a la humanidad a través del viaje requiere que estemos un poco más incómodos, porque la incomodidad es una realidad tan humana como nuestra necesidad de explorar el mundo. Esto implica hacer un trueque con nuestras experiencias. Sacrificar el confort absoluto y darle a las comunidades la autonomía para determinar nuestra experiencia como invitados; una ducha de diez minutos es solo un intercambio por vacaciones en el desierto. Cambiar nuestra percepción del viaje, de un acto individualista a uno comunal. Quizás entonces, lugares como Purmamarca puedan permanecer intactos.