¿Cómo hablamos de eso?
la lingüistica de nuestra alimentación
18 de noviembre de 2020
La semana pasada viajé 100 kilómetros a las afueras de Buenos Aires para escribir una nota para Life & Thyme sobre la historia agraria argentina y la crisis ecológica. Fue un fiasco llegar. Supuestamente era un viaje en tren que duraba dos horas, pero terminó mutando en una odisea de seis. Cada desvio — el tren dejó de andar a medio camino, un colectivo de larga distancia me pasó de largo, el remisero no me pudo encontrar en la ruta — de a poco se sentía menos incrédulo y más ordenado desde arriba.
Me estaba resultando difícil escribir una palabra sin haber visto algo de verde y la editora ya me había corrido la fecha de entrega una semana. Era mi última oportunidad para pisar una granja orgánica y el cosmos estaba trabajando para que yo no lo lograse.
Bajé del tren en Luján y me quedé varado en la ruta donde supuestamente pasaba el colectivo. 15 kilómetros más a Mercedes se convertía en viajar a otro universo. Quería volver. Pude sentir las manos invisibles que nos guían y las que nos tientan para seguir el otro camino sobre mi pecho. Estoy cada vez más creyente de eso, en lo sobrenatural, aunque mucho no me gusta esa palabra porque creo que es en el rechazo de lo inmaterial para abrazar lo puramente físico y donde la humanidad se empieza a alejar de su naturaleza. Estuve pensando mucho en eso últimamente, y las maneras en las cuales nos engañamos con el idioma para separarnos cada vez más de nuestra naturaleza y nuestro lugar en ella.
Después de una hora y media en la ruta el remisero me encontró. Pasé varias horas entre líneas de hortalizas junto a la dueña Fernanda Tramontani, quien me habló de tomates reliquias y kale salvaje, sistemas de rotación y la diferencia entre buenos yuyos y malos hongos. Arranqué hojas de zanahoria, eneldo y rúcula desde sus raíces y las pegué contra el pantalón para sacarle su tierra. Tubos huecos de verdeo me abrigaban la lengua como manteca y salvia. El kale salvaje me punzaba como wasabi y pimienta recién molida. Todo sabía a música. Sal, picante, y tierra reverberaba como un coro dentro de mi.
Fernanda se retiraba a su oficina mientras yo caminaba dentro del bosque que rodeaba la propiedad hasta encontrar un tronco donde sentarme. Vivir en una ciudad a veces me hace olvidar que vivo en un planeta, que piso la tierra. Si bien espero que todo lo que escribo transmita de alguna forma la necesidad de cuidar la naturaleza, aún me olvido que existen ecosistemas fuera de lo teórico o conceptual. Estar un mediodía en el campo no sólo era escribir una nota sino también entender mi necesidad de estar ahí. ¿Qué es lo que tenía que llevarme de todo esto?
Las hojas crujían secas bajo mis zapatillas y observaba las hormigas que viajaban como sobre una autopista sobre el piso. El aire suena distinto en el campo. El viento se deslizaba por el prado como olas sobre arena, como si los 400 kilómetros que me separaban del mar no existieran. Como si todo estuviera conectado. Me preguntaba, ¿por qué había algo en el camino que me desviaba?
Cuando Tramontani decidió expandir y comercializar su huerta, eligió hacer la certificación orgánica para ser lo más transparente posible con sus clientes. Quería que sepan que lo que comían era bueno, tanto para ellos como para la tierra misma. La certificación es internacional y pasa por un costoso proceso burocrático que requiere que ella trabaje junto a un ingeniero agrónomo y un auditor que custodia la contabilidad y la tierra misma por pesticidas y semillas modificadas.
“Yo tengo que pagar para ser reconocida como una granja orgánica. Cuido la tierra con responsabilidad y vendo a los vecinos mientras los que destruyen el medioambiente para después exportar todo reciben apoyo para hacerlo. Acá vienen todo el tiempo para ver que esté todo en regla, que me parece perfecto. ¿Pero qué sucede con los campos que hacen cualquiera? ¿Quién se fija en ellos?”
Ahí hay un gran truco lingüístico envuelto en todo ese sistema. Lo que viene de la tierra ‘orgánicamente’ se etiqueta como si fuese algo extraordinario, cuando la realidad es que estas comidas son las más simples expresiones de agricultura y ecología. Es lo más ordinario que puede ser un vegetal. Una pera que crece en una granja agroecológica es, simplemente, una pera que creció por la unión de tierra, sol y agua. Será la pera que se hace con pesticidas, herbicidas y semillas genéticamente modificadas la que es no orgánica, totalmente fuera de cualquier proceso natural.
Ni siquiera se puede considerar esa última agricultura sino agronegocio, y es una diferencia idiomática bastante importante. ‘Agricultura’ viene del latin agri, o campo, más cultura, o cultivar. Cultivar es cuidar y proteger: cultivamos amistades, cultivamos conocimiento. Cultivar es trabajar por algo mutuamente beneficioso, armónico. Cultivar también es aceptar la responsabilidad, responsabilidad para con nosotros y con la tierra de donde sacamos nuestro alimento. Nuestro sistema agrícola impone mucha responsabilidad sobre la naturaleza pero ¿qué compromiso tiene el sistema mismo? El negocio se trata de rinde y capital, no le importa el sustento de nada, menos su propio crecimiento.
Aquellas tomas lingüísticas tienen toda la razón. Si nuestros sistemas agrícolas se construyen sobre la destrucción de los bienes naturales comunes no es sorprendente que esto sea facilitado por la tergiversación de nuestro idioma.
Esta manera de utilizar el lenguaje es inconsciente y también intencional, y a veces se trata de una mezcla de las dos cosas. La industria entiende el poder de las palabras. Por eso el lobby azucarero está distorsionando una ley de etiquetas que dejaría muy en claro cuáles son las comidas con exceso de grasa, azúcar, calorías y sodio. Los legisladores en su contra argumentaron que una ley hecha por los consumidores estigmatizaría a la industria.
Y sobre el tema de la agricultura, últimamente estoy leyendo muchos estudios sobre cómo sería la transición hacia un modelo agrícola basado en la agroecología o lo orgánico. Todos los argumentos contra un modelo más sostenible dicen lo mismo, que el modelo ‘convencional’ requiere menos tierra para un mayor rinde. Supuestamente, y hay varios estudios contradictorios, necesitaríamos mucha más tierra para producir la misma cantidad de alimento con un modelo agroecológico. Lo llamativo de la crítica es que no considera que ya producimos 1.5 la cantidad de comida que necesitamos para alimentar a cada ser humano, lo que ni siquiera hacemos. Como la legisladora que argumenta para la industria en vez del pueblo, ciertos científicos hablan del rinde y no del hambre.
Ejemplos como estos, manipular el idioma para dar vuelta la lógica, son infinitos y significativamente peligrosos. El lenguaje formula nuestro entendimiento del entorno, y su reformulación nos normaliza una realidad totalmente no orgánica, naturaliza sistemas que no nos sirven, que nos alimentan mal. Comida como mercancía, industria sobre el pueblo. Charlar sobre alimentarnos responsablemente se convierte en un debate de clase, una cuestión de chetos, y no una conversación que nos unifica a todos por una indignación común acerca de que el alimento ético no sea universalmente accesible.
Necesitamos que palabras como hambre, no orgánica, pesticida y transgénica formen parte de nuestro vocabulario, que ocupen espacio en los diarios. ¿Acaso es más radical llamar una lechuga orgánica simplemente lechuga y a la no orgánica lo que es, lechuga no-orgánica o lechuga genéticamente modificada o lechuga producida con pesticidas? ¿Más radical es hablar verdades sobre nuestra agricultura que llenar nuestras comidas con venenos? Abrazarlas en nuestro vernáculo es reconocer que ya viven con nosotros; el hambre no es un concepto, comunidades contaminadas por el agronegocio no es teoría, es una realidad y nuestro lenguaje debería reconocerlo.
Las palabras no van a rescatar al mundo, pero elegirlas mejor, con más claridad, con más conciencia, es el puente para empezar a realmente entender el mundo que nosotros hemos construido y el que tenemos que reconstruir.
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