Demasiado cerca del fuego

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“¿Hacemos un asado?” mi amiga me choca con el codo y señala un tambor de chapa hecho parrilla en la entrada de la casa de su hermano. En realidad lo que me estaba preguntando era si iba a hacer de asador para nuestros amigos y su familia. Una mesa llena, con sillas extra amontonadas en las puntas y hasta el último milímetro de espacio ocupado. Sí, acepté de mala gana, porque, así como cuando le ofrecen sexo o le patean una pelota, el hombre heterosexual nunca le dice que no a un asado. “¿Qué le pasa?” se preguntarían. 

Las nubes grises tapaban el sol y encerraban el frío de invierno, que silbaba y levantaba tierra de la calle en ráfagas repentinas de viento. Parecía que en cualquier momento caía la lluvia sobre los campos de arroz a la distancia. Al costado de la casa estaban apilados unos troncos de quebracho colorados, resbaladizos por la lluvia de la mañana y duros como piedras. Cada golpe bombeaba sangre hacia mis brazos y hombros, la tensión me subía desde la base de la columna hasta llegar al cuello, completamente inmóvil.  

El fuego prendió rápido, pero entre la madera húmeda y el viento me costó encender los troncos. “En los Estados Unidos no se usa mucho la parrilla”, dijo uno de los hombres a mis espaldas. “Ahí usan carbón y lo prenden con combustible”, agregó otro. “¿O no?, ¿ustedes no prenden fuegos de verdad?” Fui al patio de atrás a buscar más madera, y cuando volví uno se había hecho cargo del fuego. “Hice esto toda mi vida”, dijo sin quitar los ojos de la llama, agarrando los pedazos de madera que yo había arrancado de cajas de verdulería para formar  una pirámide alrededor del fuego que yo había armado, osea exactamente lo que yo iba a hacer. Ojalá se corte con un clavo y le agarre tétano, pensé. 

No hablamos ni una palabra mientras nuestras manos danzaban hasta enredarse. Hay algo en el ritual de cocina con fuego que siempre se condice con marcar territorio. Él soplaba el fuego, y yo hacía lo propio con un cartón atrás de la llama. Él movía el carbón a la parrilla y yo lo rompía, transformándolo en piedras de un naranja brillante. No cabía duda en mi mente de que esto no era trabajo en equipo. Era un motín. Nos movimos incómodamente en derredor del otro hasta que me di cuenta de que estaba discutiendo en silencio por un asado que ni siquiera quería preparar. Me serví una copa alta de Petit Verdot y entré a sumarme a un juego de chinchón.

Como una hora después, la mesa se llenó con tiras de asado grises y flácidas, y chorizos antes rojo fuego, ahora tan golpeados por la llama que se habían carbonizado de blanco y negro, como tiza en un pizarrón. Encima los cortó mariposa, me fruncí el ceño, dejando toda la grasa afuera sobre las cenizas. Las papas se cocinaron sin consideración por su tamaño, las grandes eran amiláceas y resistentes, las chiquitas densas y secas. Los morrones marchitos como flores de cactus caídas. No le importabaron tanto las verduras, a pesar de los dos veganos en la mesa.

Todos aplaudimos. Hizo un buen fuego.

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Desde entonces soy hiperconsciente de que el fuego nos convierte en criaturas de masculinidad, de una manera que nunca vivencié en una cocina. En el verano del 2016 me encontré por primera vez en la cocina de un restaurante. Era el día anterior a mi primer evento pop-up, y rápidamente me di cuenta de que había pasado años pelotudeando, organizando un club de cena en mi depto. Llegué pasado en café y yerba mate, manijeado y con una sonrisa enorme, y me quedé alucinado por la gracia y la facilidad que tenía todo el mundo para moverse por toda la cocina sin chocarse los unos a los otros. 

Traté a mis pop-ups como si fueran una escuela de cocina, más que nada el primer año, y perseguí a los cocineros y restaurantes de los que quería recabar conocimiento, como de qué manera lavar y filetear la carne y las verduras según el método de cocción. En una cena en Donnet, quise hacer una tostada con un chorizo de champiñones. Vacié todo el portobello y los botones blancos en un bowl grande, y de camino a la bacha me frenó el chillido de Donnet. Los hongos absorben el líquido cual esponja, y enjuagarlos con agua los hace viscosos y gomosos. Había preparado ese plato media docena de veces y no tenía idea de que lo estaba haciendo mal.

Me tiró un trapo limpio y me mostró cómo limpiar el exceso de tierra. Cuarteamos cada champiñón y los cocinamos con pasta de tomate, vinagre de naranja, cilantro y chile ancho hasta que la salsa se puso espesa y los champiñones se podían romper con una espátula, formando una pasta gruesa que desparramé sobre unas tortillas de maíz fritas, cubiertas con palta y jugo de limón. Los champiñones me abrieron las puertas a un nuevo mundo y cada técnica de cocina, a un corte distinto: aprendí a saltear champiñones enteros para mantenerlos rechonchos, a asar girgolas con sal marina y limón hasta que se pongan crocantes, siempre cocinarlos enteros para después tajarlos finitos, y rápidamente cortar y empanar cabeza de mono para freír.

En uno de mis primerísimos pop-ups, al dueño del restaurante se le ocurrió darse un 30% extra de ganancia el día que fui a buscar la guita. Nos sentamos en una mesa chiquita con dos vasos de cerveza de por medio, y me explicó que necesitaba un 20% extra para impuestos y un 10% para cubrir el cargo de servicio de la tarjeta de crédito. Esa parte del convenio se sobreentendía, explicó mientras se bajaba media pinta de lager. “¿Tu birra no la querés?” preguntó. Me imaginé tirándosela en la cara y saliendo del bar con mi plata en un puño levantado. ¡Chupate una gorda! Así es como fueron todos mis conflictos de cocina; nunca se trata del valor de mi habilidad, o la falta de, sino de mantener la jerarquía, lo cuál tiene menos que ver con el ejercicio de la masculinidad y más con el poder de la autoridad. Él tenía el control sobre la plata y yo no podía hacer nada al respecto. 

Sé que estoy viviendo una versión romatizada del restaurante, en una cocina llena de camaradería y enseñanza comunal sin todas las microagresiones y la competencia. Soy un invitado y el restaurante no tiene mucho que perder si la cago. Pero cuando cocino en casa para visitas siento algo similar, un deseo de compartir la comida y el saber sin que se convierta en un concurso de quién la tiene más grande. Nunca preparé una cena con los invitados juntándose atrás mío para analizar mi manera de hacer una salsa o de carnear un pez entero, midiendo mi valía como cocinero, sin tener en cuenta que esos son procesos de cocina que necesitan más atención y cuidado.

“No tiene nada que ver con lo bien que uno asa. No es el asado”, me dijo mi amiga, una cocinera en recuperación. “Es el fuego. Mis amigos varones heteros no saben cocinar nada pero todos opinan del fuego. Antropológicamente, está todo al revés. Los hombres cazaban, las mujeres cocinaban. Siempre fuimos nosotras las que hicimos el fuego”. 

¿Será que estamos sobrecompensando? ¿Apropiándonos de la más básica de las necesidades humanas? Sin fuego, no podemos alimentarnos, todos morimos de hambre. Los hombres salvan al mundo. Gruño, gruño, gruño.

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No recuerdo exactamente cuándo fue que la gente dejó de cocinar para mí, y no sé muy bien si es porque soy el mejor cocinero del grupo o el comensal más fino. “Solo te gusta lo que cocinás vos”, dice mi esposa a menudo, lo cuál es una exageración grande de una verdad parcial. Que me inviten a comer y lo único que tenga que hacer es llegar y comer, es mi fantasía quijotesca. 

Hace poco me invitaron a un asado en lo de una amiga. Ya había cocinado antes en su parrilla y había sido traumático. La típica parrilla argentina para mí es la mejor parrilla del mundo, anexa a la pared, generosamente larga y ajustable. Ésta era una parrilla chiquita y redonda con una mínima ventanilla que hacía difícil manejar el fuego. Una vez que tenía mis carbones listos, llené la parrilla con todo. Una malísima idea. La grasa empezó a caer, levantando llamas; perdí el control del fuego. Todo formó una costra demasiado rápido. Las porciones de calabaza se enfriaron porque las tuve que sacar de la parrilla y atender de inmediato una bondiola, mientras una cola de 10 amigos con hambre empezaba a formarse alrededor del fuego.

Cociné estresado a pesar de que nadie lo note. Un buen cocinero no solo cocina bien; un buen cocinero es el que puede armar una buena comida y convencer a todo el mundo de que no solo tiene todo bajo control sino que también la está pasando bien. Igual me sentía como un cocinero de mierda.

Le sugerí al asador en el chat del grupo que si no había usado una parrilla como esa antes, era mejor que ase una cosa a la vez para mantener el control del fuego. Mi sugerencia fue inmediatamente recibida con un display colectivo de penes. “Voy a tener que separarlos”, escribió la dueña de la casa. “¿Cómo vas a dudar de un dios del fuego?” Cuestionar la habilidad de un hombre para hacer un asado es cuestionar su valía como hombre, o por lo menos eso es lo que todos escuchan. Se amucharon todos en el espectáculo de testosterona que se formó alrededor del fuego. ¿Quién la tenía más grande?

Llegué al asado con masa fresca para hacer tortillas, una botella de fernet y una regla para que todos nos podamos medir el pito. “Me dejé la escala digital para pesarnos los huevos,” les expliqué, “eso lo podemos hacer a ojo”.

Esa noche comimos lomo al trapo, un plato colombiano que requiere que cubras un lomo con un kilo de sal y lo envuelvas en una toalla de lino humedecida con vino tinto, bien ajustada, y tirarlo directamente sobre el carbón por media hora. La sal se endurece y forma una  pared, la carne absorbe el sabor del vino pero no pierde su jugo. Era tierno y rojo como sashimi fresco, con el toque justo de sal y una chispa lejana de madera y tanino. Fue quizá el mejor lomo que probé en mi vida.

Todos aplaudimos. Hizo una buena comida.

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traducido por Bruno Müller

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